–Dos platos menos en la mesa esta noche, por favor –dijo él repentinamente al pasar por el umbral de la cocina–. Y te agradecería que apagaras esa música, es demasiado triste.
Ella no pudo evitar un largo suspiro ni sentir una pequeña nausea. Intentó con furia reprimir todo pensamiento que pudiera despertar alguna mariposa de las que dormían hace tanto tiempo ya. Como era de esperarse, él no se presentó a la mesa.
–Adelante –dijo con la voz impetuosa que lo caracterizaba–. Gracias por traer la cena, Marcia, tenemos que hablar.
Ella se sorprendió, evidentemente la habitación matrimonial había sido víctima de ciertos cambios drásticos: las fotografías ya no estaban, y la puerta abierta de par en par del armario revelaba un vacío lúgubre. Sin embargo, la principal razón que tuvo Marcia para sorprenderse tenía que ver con que ellos no habían hablado seriamente en cinco años.
–Sí, falta toda su ropa –dijo él al ver su rostro perplejo–. Se llevó eso, bastante plata, y también a mi hijo –cruzó los brazos y levantó un poco los labios en señal de resignación.
–No parece muy acongojado –logró formular Marcia, vencida por la timidez.
–No me trates de usted –hizo una pausa–. Me casé con ella por poder, por plata, por la jerarquía que me dio socialmente. Creí que lo sabías.
Ella negó silenciosamente.
–Después terminé amándola, pero sólo un poco. Uno siempre tiene un sólo amor en toda su vida.
Ante sus palabras, ella sacudió la cabeza en señal de triste aprobación, luego bajó la mirada hasta que su rostro se ensombreció.
–Con Griselda, mi última novia, nos amábamos tanto... Después yo me casé y ella se enojó mucho, pasaron diez años ya –suspiró largamente–. Fui un idiota y confío en que me pueda perdonar. Ayer pasé todo el día escribiendo una carta de disculpa en la que le declaré mi amor. Ahora que mi vida anterior terminó, mi más profundo deseo es que ella vuelva a mí.
Marcia apretó con fuerza los labios, sus párpados temblaron, su respiración se volvió entrecortada, y las adormecidas mariposas se convirtieron en abejas. No intentó ocultar ni por un segundo aquel brote de ira repentina. Todo su mundo había cambiado dos veces en cinco minutos. Hacía quince años había conocido a un hombre, se había enamorado, y desde entonces él no había abandonado su mente ni por un segundo. Antes de ser su criada, antes de ser su amiga y confidente, ella había formado parte de su lista de amantes, de víctimas de su despotismo disfrazado de amor. Ninguna había logrado olvidarlo, y ninguna había llegado a conocerlo tanto como ella. Le era tan familiar su facilidad de desplazar su amor de una mujer a otra, que se inmutó muy poco por el planteo que acababa de escuchar.
–Sí, muchas veces me hablaste de ella. Nunca la conocí. Deberías estar de duelo por tu ex esposa y tu hijo. No entiendo por qué esa historia vuelve a resurgir justo ahora, sin embargo, me ofrezco a llevar la carta –le tendió una mano temblorosa, que acompañaba el movimiento convulso de sus labios.
–No te pongas tan nerviosa. Ya llevé la carta, seguramente ya la leyó.
Dando media vuelta, Marcia pegó un notorio portazo. Por la sacudida, la bandeja de la cena rodó por el suelo y la comida manchó la alfombra. A él se le escapó un gesto de satisfacción, y sin pedir ayuda comenzó a limpiar el desastre con lentitud y placidez. Esa carta se había salvado de ser quemada en la hoguera del patio.
El tema rondó en su cabeza durante toda la noche, y también al día siguiente. De tantos nervios no pudo dormir, ni hacer las tareas domésticas, ni siquiera pudo comer por las náuseas que sentía. Tampoco se pudo sentar a leer, como por las tardes se lo dictaba su costumbre, porque todas las palabras que podía descifrar tenían que ver con dolor.
–Prepará té –le dijo él alrededor de las cuatro de la tarde. Ella se encontraba de pie en el jardín cubierto de sombras, sosteniendo el balde de agua que pondría a hervir en la hoguera, cuando le pareció ver una silueta entre las rejas del portón.
Se acercó sin voluntad, con el corazón en la garganta y una sensación de asfixia. La incertidumbre se veía reflejada en sus ojos abiertos de manera exagerada. Al fin logró acercarse lo suficiente, sólo para comprobar lo peor: se vio sumida en una batalla cuerpo a cuerpo con su propio destino.
–¿Se encuentra el dueño de casa? –preguntó, y le brotó una sonrisa. Aquella visitante. Su pequeña nariz, su palidez contrastante con el rosado de su boca, el brillo en sus ojos negros, la forma en que se conjugaba la delicadeza de las líneas de su rostro con el movimiento de sus labios, y ese cabello encrespado...
De todas aquellas cosas, Marcia sólo pudo sacar una conclusión: era como verse en un espejo.
Enloquecida de dolor por su presencia, tan mortífera y a la vez tan agradable que llegaba a sentir una inexplicable atracción, atinó a decirle:
–Adelante, seguime.
En el camino ella habló llena de éxtasis, pronunciando las típicas frases que intercambian las amigas, aquellas mujeres unidas por el cariño y experiencias de vida similares. Pero una dejaba salir sus ideas con total entusiasmo y elocuencia; la otra caminaba adelantándose, con la cabeza gacha y el alma agonizante.
–Estamos yendo hacia el patio trasero, ¿no vamos a entrar por la puerta principal?
Marcia no contestó. El resto del viaje transcurrió en silencio, finalizó cuando ambas se colocaron enfrentadas alrededor de la hoguera crepitante. Miraban sin descanso el movimiento de las llamas y trataban de atrapar el calor con las manos. Sus rostros habían tomado un aspecto tétrico.
–Te tengo miedo –dejó salir Marcia.
Griselda la observó, no se había dado cuenta a qué se refería, sin embargo contestó con un temor similar.
–¿Por qué?
–Tu presencia está arruinando mis planes, todo lo que construí y mi vida entera –cada idea brotaba de ella de manera arbitraria, como si se tratara de lágrimas–. Tardé quince años en construir una relación de confianza, y evité a toda costa dar un paso en falso.
Se produjo un silencio incómodo.
–No me quites todo eso, por favor –agregó aún sin poder mirarla a la cara.
Ante tal escena, Griselda respondió con un silencio total. Un leve movimiento inclinado de sus labios indicó que había captado el problema. Al hacerlo resopló con fastidio, y aquella demostración agotó las pocas reservas de paciencia y cordura que aún poseía Marcia. Si con eso había querido demostrarle indiferencia, no cabía duda alguna sobre cuáles serían las consecuencias.
Nada podía hacerse, el destino lo había querido así. El observar detenidamente la fogata ayudó a apaciguar sus ansias.
–Quiero que nos casemos en julio –sentenció Griselda, y sus palabras cortaron el aire.
A fin de cuentas, el mirar fijamente hacia el fuego sólo avivaba más las llamas que la consumían por dentro. Se apoderó de ella un ímpetu de violencia, una pasión, un éxtasis, un impulso, un arrebato…
Con un solo movimiento tomó el balde metálico ardiente y descargó un golpe hábil, seco y certero en su rostro. Había eliminado de forma tan simple otro inminente peligro, otro obstáculo por fin había dejado de interponerse entre ella y el objeto de su más profundo deseo. Su cuerpo yacía sin vida en el suelo junto a la hoguera, una enorme marca negra se había tatuado entre sus ojos, aquellos que radiantes y llenos de vida habían venido buscando esperanzas de amor. Aún sin poder situarse correctamente en espacio y tiempo, Marcia observó el contenido del balde: había derramado gran cantidad de agua, pero aún quedaba lo suficiente para un té.
–Permiso.
–Adelante.
Marcia apoyó la bandeja con el té sobre el escritorio. Se quedó de pie junto a él, lo observaba con amor.
–Lo noto cabizbajo… –dijo atragantada con su propio atrevimiento.
–No me trates de usted. Ella no vino, la estuve esperando toda la tarde.
–¿Quién?
–Ella… –se produjo un silencio incómodo.
–Lo lamento –dijo simulando tristeza, y amagó a salir.
–No importa, ya forma parte del pasado, tengo que entender eso. Si fue capaz de ignorar mi carta, dejó de tener sentido para mí.
Una sonrisa casi perversa comenzó a recorrer su rostro: allí estaba manifestándose, otra vez de la manera más natural, aquella capacidad del señor Kutcher de restar importancia a los sentimientos. Con pasos agigantados y gustosos terminó de marcharse y llegó hasta el balcón que daba al patio trasero. Se apoyó en el barandal y contempló serenamente el ocaso, reposó la cabeza entre los brazos y dejó salir una pequeña risa de locura.
–Tal como lo imaginé –susurró.
El cielo le sonreía esgrimiendo un naranja radiante, el verde vivo del parque a esas horas hacía que la vista pareciera una pintura. Nunca existiría nada entre ellos, su momento había pasado hace mucho tiempo. Cualquiera podía darse cuenta de que otro problema similar estaba por presentarse.
Ella suprimía esas ideas, la satisfacción era el único sentimiento que no se podía quitar de encima: estaba embebida con la sensación de que por un tiempo volvían a ser sólo dos.