viernes, 6 de agosto de 2010

El Bipolar


Cada noche, ella lo esperaba con la cena lista. Él llegaba a la casa muerto de cansancio, pero a pesar de eso, ambos conversaban hasta que él comenzaba a cabecear sobre su taza de café. Con un afecto casi maternal, ella se ocupaba de despabilarlo y ayudarlo a vestirse para ir a dormir. En algunas ocasiones él no se presentaba, pero ella lo comprendía porque era un hombre libre. Al día siguiente él, temeroso, solía presentar una excusa que ella creía por puro amor y devoción.
Eran más de las doce. Mientras su vista se perdía en la llanura, comprendió que esa noche él ya no vendría, y se fue a dormir. En sus sueños vio cosas terribles. Miles de criaturas sombrías la torturaban sin cesar con sus crujidos. Por momentos levantaba la vista y alcanzaba a ver un par de ojos, una mirada tan maligna que la hacía estremecer y le quitaba el aliento. Aquella noche sintió que iba a enloquecer. Se despertó repetidas veces y sentía pánico con sólo pensar en volver a dormir. Cuando lograba conciliar el sueño, los ojos reaparecían y la vigilaban todo el tiempo. Sin amagar un solo movimiento, aquel ser invisible la embestía con su sola presencia.
Al salir el sol, despertó empapada de sudor y con el corazón en la garganta. Aquella mañana el diario informaba sobre sucesos extraños y muertes dudosas.
Con la llegada de la noche, también volvió él. Ella lo abrazó con alivio y comenzó a contarle sobre sus pesares. Pero algo había cambiado. Sintió su cuerpo al abrazarlo, pero no había nada dentro de él. No dijo una palabra al verla. Se limitó a inspeccionar el lugar con los ojos perdidos. No parecía agotado, más bien parecía artificial. Cuando por fin habló, dijo que sólo quería irse a acostar. Una cosa era segura: su espíritu le había sido arrebatado.
Pensó que esa noche dormiría tranquila, y se equivocó. Las pesadillas recurrieron, tornándose incluso más crudas y abominables que la noche anterior. Vio una vez más la perversidad de esos ojos clavados en ella, se despertó de golpe y esta vez su pesadilla se volvió realidad. Los ojos que habitaban en su sueño se habían confundido con los de él, que la miraban fijo desde el otro lado de la cama. Su expresión era tan vacía y estática que parecía estar muerto. Prefirió no decirle nada, y volvió a dormir. En estas circunstancias transcurrió un mes. Cada noche que dormía junto a él tenía pesadillas, y cada mañana en que despertaba y se miraba al espejo descubría un nuevo moretón, rasguño o herida.
Una noche él volvió a ausentarse. Ella se encontraba vigilando el horizonte, cuando alcanzó a notar que estaba siendo observada desde la oscuridad. Pudo notar que los ojos le pertenecían a una figura inmensa que se acercaba con cautela. La bestia saltó el tapial, clavó sus garras en el suelo con violencia, y le gruñó con ferocidad mostrando sus colmillos ensangrentados. Se acercó al claro de la luna, donde ella pudo notar con nitidez sus ojos perturbados, su expresión de furia. Sintió sus piernas temblar hasta que no pudo más, corrió hacia adentro y se encerró. Escuchaba sus aullidos y sollozos, podía sentir esas garras inmensas rascando contra la puerta sin descanso. Aquello era tan traumático que a la vez le parecía irreal. Después de varios minutos los ruidos cesaron. Aquel momento la hizo llorar de terror.
Al otro día el diario había traído el mismo tipo de noticias que la vez anterior. Leyó atentamente, y después de meditarlo mucho, logró crear una sospecha. Se metió en la biblioteca y comenzó a desempolvar los libros de cuentos más viejos que pudo encontrar. Luego, comparó esos datos con la información del diario, y con sus propias experiencias. Sentía una mirada clavada en la nuca por cada paso que daba.


Una noche se decidió: se había sentado a esperarlo. Había investigado lo suficiente, y estaba segura de lo que estaba pasando. Su figura negra se plantó frente a ella, la luz de la luna llena iluminaba sus ojos enrojecidos de cólera. Muerta de miedo, ella se atrevió a desafiarlo. No tenía la menor idea de cómo saldría ilesa: darle muerte al ser más querido es el destino inevitable de todos los hombres lobo.

lunes, 12 de julio de 2010

Caballos Salvajes o El Momento Más Feliz

Nunca supimos dónde estábamos, ni cómo habíamos llegado ahí. Pero sí sabíamos bien por qué no queríamos irnos. Yo no tenía ningún tipo de expectativa. Él tenía un arma muy poderosa y lo sabía. Cuando tuvo la oportunidad la usó conmigo sin compasión.

Todo empezó aquella noche. Tantas veces lo había visto ir y venir, llevando y trayendo, haciendo esto y aquello. Hablaba sólo lo necesario, reír o siquiera sonreír parecía para él un gasto innecesario de energía. Yo estaba totalmente aburrida de su presencia y la de todos los otros desconocidos. Sólo puedo recordar que me encontraba mirando un punto fijo en la oscuridad, pensando en cosas sin sentido y removiendo melancolías de viejos amores. Adentro todos reían, tomaban y se alborotaban. Se oían risas, y la música sonaba tan fuerte que no podía escuchar mis propios pensamientos.
–¿Te pasa algo? –preguntó una voz. Giré la cabeza sin voluntad, y entonces me topé con aquello que me tomaría tantos años olvidar. Por primera vez lo vi directamente a los ojos y, olvidando todo el pasado, creí empezar a comprender lo que era una verdadera pasión. Me ilusioné. Gris, verde, azul cielo: no necesitaba más aquellos colores. Había visto aquel par de ojos, más oscuros que el ébano, que el pelaje de un cuervo, incluso más negros que la misma oscuridad de la noche. Me llené de felicidad, sentí la necesidad imperiosa de vivir en ellos para siempre.


En respuesta a la pregunta, sí me estaba pasando algo. Tenía miedo. Esos ojos ya habían tocado los míos, había lanzado su flecha sobre mí sin misericordia. Eran el deseo en su mejor personificación, iguales a un par de caballos salvajes amenazando con arrastrar toda mi cordura a su paso. Me invadió la ansiedad y el nerviosismo. Me topaba con el peor de los problemas: sabía que en el futuro lo abrazaría, lo besaría, incluso terminaría en su cama. Pero después de eso nunca más podría dejarlo ir, me desviviría por él, arruinaría mi vida entera por intentar retenerlo.
Sus múltiples intentos por conquistarme serían inútiles: la magia ya estaba hecha, había caído tanto en él que no podía llegar más lejos. Tantos sentimientos surgían y chocaban en un solo momento. No supe si reír o llorar. En vez de eso contesté:
–Nada. Me aburrí.
–Te hago compañía, entonces.
Ahí comenzó todo. Fueron largos días de charlas interminables, intercambios de opiniones y de sueños, consejos, palabras sin sentido, palabras de afecto.
–¡Qué lugar tan hermoso! –le dije un día.
–Esto no es nada. Cuando quiero ver algo hermoso, simplemente sigo el camino –lo miré con curiosidad–. Hacia allá –señaló–, el camino en dirección a la casa.
–No entiendo, ¿de qué hablás? –dije en medio de una risa burlona.
–De nada importante en realidad. Sólo digo que es hermoso –hizo un ademán, señalando nuevamente el camino hacia la casa– seguir la luna.
–Así tendrías que caminar por siempre, y dudo que alguna vez la puedas alcanzar.
–¡No! Te equivocás; el camino se termina, y ahí está la luna. No te olvides.
Nos observábamos fijamente y vivíamos cada día que pasaba como si fuera el último. No queríamos separarnos, no queríamos que aquello terminara jamás. Seguíamos ahí sin saber bien para qué, pero sin querer irnos, al igual que todos los demás. Sólo que ellos dejaron de existir.
Fue el momento más feliz de mi vida, y sin embargo llegué a un punto de inestabilidad emocional que no podía soportar. No estaba cómoda en ningún lado, en ninguna situación. Sentía ansiedad cuando él no estaba cerca, me ponía nerviosa en su presencia, y aún así no quería que se fuera. Si él no estaba conmigo lo buscaba, si hablaba con alguien más me invadían los celos y la angustia. Esperaba el primer beso hoy o mañana, o si no pasado mañana, pero tendría que ser. Tendría que ponerle fin a la incertidumbre que no me dejaba en paz.
Así pasaron solamente tres noches. La cuarta nos sorprendió descansando sobre la alfombra, fumando y riendo, haciendo lo que siempre hacíamos. Nos hizo sobresaltar el grito de mi amiga Marion. Salimos afuera sin perder un segundo, y la encontramos tirada en el pasto. Corriendo en la oscuridad se había tropezado con una piedra y se había doblado el tobillo. Estaba muy ebria, lloraba sin parar y todos los demás la rodeaban tratando de calmarla. Él se desesperó, me recordó al personaje de una novela de caballería: se puso la capa, montó en el corcel y se fue con la intención de salvar a la damisela. Tal vez ese pensamiento fue fruto del romanticismo, o de leer tantas novelas de Jane Austen. Sea como fuere, es necesario aclarar que la capa era una simple campera, y el noble alazán resultaba ser en realidad el auto de de papá.
–Me la llevo –me dijo tomándola en sus brazos.
–¿A dónde?
–Al hospital
–¿Vas a volver? –lo observé con tristeza mientras se iba. Volvió hacia mí, y me miró a los ojos–. Estoy cansada de esperar.
–Si querés algo hermoso, seguí la luna –y habiendo dicho eso se marchó.
Estaba mareada y confundida. Tenían mucho que ver los efectos de Mary Jane, el humo inextinguible que se había propagado en todas las habitaciones. Sin saber cómo, anduve el camino de vuelta hacia la casa. Miré hacia arriba y vi la luna, no podía dejar de pensar que todo aquello era una locura, y sin embargo mis piernas se movieron solas otra vez. Tomé conciencia y me encontré trotando en medio del bosquecito. Las luces de la sala, la fogata, las voces de mis amigos, todo aquello había quedado a lo lejos. Seguí caminando sin saber como detenerme, me perdía cada vez más en la espesura. A cada paso sentía nada más que ramas y hojas rozando mi piel. Todo lo que podía ver eran luciérnagas en la oscuridad, y la luna a lo lejos.
El bosque se terminó, y sentí que mi corazón se detenía por un momento. Llegué hasta la orilla de un lago iluminado en toda su extensión por estrellas, como si fueran las luces de las ciudades más hermosas del mundo. En el medio del agua la luna se regodeaba, parecía sonreírme y llenarme de paz. Nunca había estado en un lugar tan hermoso como ese. Caminé unos pasos y descubrí una enorme piedra plana, ¿con forma de corazón? Lo dudé en ese momento, y me reí de mí misma por estar tan desconcertada. Sentándome en ella, me sumí en pensamientos.
Podía conseguir cualquier cosa con mi juventud y mi belleza, ¿pero cómo iba a lograr que él me amara? Me sentí invadida por una tristeza infinita, impotencia por no poder evitar lo inevitable. Ya no podría vivir sin su mirada que me hacía sangrar de amor. Era tan hermosa que llegaba a doler como una puñalada. Nunca pude entender como algo tan negro podía hacer que las estrellas perdieran su brillo. Cada vez que lo observaba durante la noche, todas las constelaciones juntas competían con la luna por ser el punto de luz de sus pupilas.
Había comenzado a jugar con la arena, haciendo dibujos con mis pies desnudos, cuando escuché el ruido de las hojas moviéndose detrás de mí. Me di vuelta y lo vi sacar el celular del bolsillo, tratando de iluminar el lugar. Al verme, le brotó una sonrisa y lo apagó.
–Pensé que no estabas –me dijo, y sin más preámbulo se lanzó sobre mí.

La mañana nos sorprendió aún en ese lugar. El sol acariciaba dulcemente nuestras pieles llenas de juventud. Él dormía y yo lo observaba sin pensarlo. Así, con el rostro relajado, la piel blanca y el pelo claro, parecía un angelito. Se veía tan inocente y tan tierno que volví a sentir esas ganas de abrazarlo y besarlo. Los rayos del sol marcaban sus músculos, volvían su piel suave y tersa. Se le dibujaba en los labios una sonrisa delicada, tan relajada y pacífica que brindaba placer.
 Tal vez todos habían pasado la noche preocupados, preguntándose donde estábamos. Tal vez a partir de ese instante la vida sería mas hermosa, o tal vez no. Tal vez, como lo pensé en un principio, todos serían obstáculos, dificultades y sufrimiento. O tal vez la paz duraría por siempre. Sólo sé que me levanté y lavé mis piernas en el agua cálida. Ese fue el momento más feliz.



jueves, 8 de julio de 2010

El Arrebato (Fragmento de La Dama Marchita)

 –Dos platos menos en la mesa esta noche, por favor –dijo él repentinamente al pasar por el umbral de la cocina–. Y te agradecería que apagaras esa música, es demasiado triste.
Ella no pudo evitar un largo suspiro ni sentir una pequeña nausea. Intentó con furia reprimir todo pensamiento que pudiera despertar alguna mariposa de las que dormían hace tanto tiempo ya. Como era de esperarse, él no se presentó a la mesa.
–Adelante –dijo con la voz impetuosa que lo caracterizaba–. Gracias por traer la cena, Marcia, tenemos que hablar.
Ella se sorprendió, evidentemente la habitación matrimonial había sido víctima de ciertos cambios drásticos: las fotografías ya no estaban, y la puerta abierta de par en par del armario revelaba un vacío lúgubre. Sin embargo, la principal razón que tuvo Marcia para sorprenderse tenía que ver con que ellos no habían hablado seriamente en cinco años.
–Sí, falta toda su ropa –dijo él al ver su rostro perplejo–. Se llevó eso, bastante plata, y también a mi hijo –cruzó los brazos y levantó un poco los labios en señal de resignación.
–No parece muy acongojado –logró formular Marcia, vencida por la timidez.
–No me trates de usted –hizo una pausa–. Me casé con ella por poder, por plata, por la jerarquía que me dio socialmente. Creí que lo sabías.
Ella negó silenciosamente.
–Después terminé amándola, pero sólo un poco. Uno siempre tiene un sólo amor en toda su vida.
Ante sus palabras, ella sacudió la cabeza en señal de triste aprobación, luego bajó la mirada hasta que su rostro se ensombreció.
–Con Griselda, mi última novia, nos amábamos tanto... Después yo me casé y ella se enojó mucho, pasaron diez años ya –suspiró largamente–. Fui un idiota y confío en que me pueda perdonar. Ayer pasé todo el día escribiendo una carta de disculpa en la que le declaré mi amor. Ahora que mi vida anterior terminó, mi más profundo deseo es que ella vuelva a mí.
Marcia apretó con fuerza los labios, sus párpados temblaron, su respiración se volvió entrecortada, y las adormecidas mariposas se convirtieron en abejas. No intentó ocultar ni por un segundo aquel brote de ira repentina. Todo su mundo había cambiado dos veces en cinco minutos. Hacía quince años había conocido a un hombre, se había enamorado, y desde entonces él no había abandonado su mente ni por un segundo. Antes de ser su criada, antes de ser su amiga y confidente, ella había formado parte de su lista de amantes, de víctimas de su despotismo disfrazado de amor. Ninguna había logrado olvidarlo, y ninguna había llegado a conocerlo tanto como ella. Le era tan familiar su facilidad de desplazar su amor de una mujer a otra, que se inmutó muy poco por el planteo que acababa de escuchar.
–Sí, muchas veces me hablaste de ella. Nunca la conocí. Deberías estar de duelo por tu ex esposa y tu hijo. No entiendo por qué esa historia vuelve a resurgir justo ahora, sin embargo, me ofrezco a llevar la carta –le tendió una mano temblorosa, que acompañaba el movimiento convulso de sus labios.
–No te pongas tan nerviosa. Ya llevé la carta, seguramente ya la leyó.
Dando media vuelta, Marcia pegó un notorio portazo. Por la sacudida, la bandeja de la cena rodó por el suelo y la comida manchó la alfombra. A él se le escapó un gesto de satisfacción, y sin pedir ayuda comenzó a limpiar el desastre con lentitud y placidez. Esa carta se había salvado de ser quemada en la hoguera del patio.
El tema rondó en su cabeza durante toda la noche, y también al día siguiente. De tantos nervios no pudo dormir, ni hacer las tareas domésticas, ni siquiera pudo comer por las náuseas que sentía. Tampoco se pudo sentar a leer, como por las tardes se lo dictaba su costumbre, porque todas las palabras que podía descifrar tenían que ver con dolor.
–Prepará té –le dijo él alrededor de las cuatro de la tarde. Ella se encontraba de pie en el jardín cubierto de sombras, sosteniendo el balde de agua que pondría a hervir en la hoguera, cuando le pareció ver una silueta entre las rejas del portón.
Se acercó sin voluntad, con el corazón en la garganta y una sensación de asfixia. La incertidumbre se veía reflejada en sus ojos abiertos de manera exagerada. Al fin logró acercarse lo suficiente, sólo para comprobar lo peor: se vio sumida en una batalla cuerpo a cuerpo con su propio destino.
–¿Se encuentra el dueño de casa? –preguntó, y le brotó una sonrisa.   Aquella visitante. Su pequeña nariz, su palidez contrastante con el rosado de su boca, el brillo en sus ojos negros, la forma en que se conjugaba la delicadeza de las líneas de su rostro con el movimiento de sus labios, y ese cabello encrespado...
De todas aquellas cosas, Marcia sólo pudo sacar una conclusión: era como verse en un espejo.
Enloquecida de dolor por su presencia, tan mortífera y a la vez tan agradable que llegaba a sentir una inexplicable atracción, atinó a decirle:
–Adelante, seguime.
En el camino ella habló llena de éxtasis, pronunciando las típicas frases que intercambian las amigas, aquellas mujeres unidas por el cariño y experiencias de vida similares. Pero una dejaba salir sus ideas con total entusiasmo y elocuencia; la otra caminaba adelantándose, con la cabeza gacha y el alma agonizante.
–Estamos yendo hacia el patio trasero, ¿no vamos a entrar por la puerta principal?
Marcia no contestó. El resto del viaje transcurrió en silencio, finalizó cuando ambas se colocaron enfrentadas alrededor de la hoguera crepitante. Miraban sin descanso el movimiento de las llamas y trataban de atrapar el calor con las manos. Sus rostros habían tomado un aspecto tétrico.
–Te tengo miedo –dejó salir Marcia.
Griselda la observó, no se había dado cuenta a qué se refería, sin embargo contestó con un temor similar.
–¿Por qué?
Tu presencia está arruinando mis planes, todo lo que construí y mi vida entera –cada idea brotaba de ella de manera arbitraria, como si se tratara de lágrimas–. Tardé quince años en construir una relación de confianza, y evité a toda costa dar un paso en falso.
Se produjo un silencio incómodo.
–No me quites todo eso, por favor –agregó aún sin poder mirarla a la cara.
Ante tal escena, Griselda respondió con un silencio total. Un leve movimiento inclinado de sus labios indicó que había captado el problema. Al hacerlo resopló con fastidio, y aquella demostración agotó las pocas reservas de paciencia y cordura que aún poseía Marcia. Si con eso había querido demostrarle indiferencia, no cabía duda alguna sobre cuáles serían las consecuencias.
Nada podía hacerse, el destino lo había querido así. El observar detenidamente la fogata ayudó a apaciguar sus ansias. 
–Quiero que nos casemos en julio –sentenció Griselda, y sus palabras cortaron el aire.
A fin de cuentas, el mirar fijamente hacia el fuego sólo avivaba más las llamas que la consumían por dentro. Se apoderó de ella un ímpetu de violencia, una pasión, un éxtasis, un impulso, un arrebato…
Con un solo movimiento tomó el balde metálico ardiente y descargó un golpe hábil, seco y certero en su rostro. Había eliminado de forma tan simple otro inminente peligro, otro obstáculo por fin había dejado de interponerse entre ella y el objeto de su más profundo deseo.
 Su cuerpo yacía sin vida en el suelo junto a la hoguera, una enorme marca negra se había tatuado entre sus ojos, aquellos que radiantes y llenos de vida habían venido buscando esperanzas de amor. Aún sin poder situarse correctamente en espacio y tiempo, Marcia observó el contenido del balde: había derramado gran cantidad de agua, pero aún quedaba lo suficiente para un té.

–Permiso.
–Adelante.
Marcia apoyó la bandeja con el té sobre el escritorio. Se quedó de pie junto a él, lo observaba con amor.
–Lo noto cabizbajo… –dijo atragantada con su propio atrevimiento.
–No me trates de usted. Ella no vino, la estuve esperando toda la tarde.
–¿Quién?
–Ella… –se produjo un silencio incómodo.
–Lo lamento –dijo simulando tristeza, y amagó a salir.
–No importa, ya forma parte del pasado, tengo que entender eso. Si fue capaz de ignorar mi carta, dejó de tener sentido para mí.
Una sonrisa casi perversa comenzó a recorrer su rostro: allí estaba manifestándose, otra vez de la manera más natural, aquella capacidad del señor Kutcher de restar importancia a los sentimientos. Con pasos agigantados y gustosos terminó de marcharse y llegó hasta el balcón que daba al patio trasero. Se apoyó en el barandal y contempló serenamente el ocaso, reposó la cabeza entre los brazos y dejó salir una pequeña risa de locura.
–Tal como lo imaginé –susurró.
El cielo le sonreía esgrimiendo un naranja radiante, el verde vivo del parque a esas horas hacía que la vista pareciera una pintura. Nunca existiría nada entre ellos, su momento había pasado hace mucho tiempo. Cualquiera podía darse cuenta de que otro problema similar estaba por presentarse.
Ella suprimía esas ideas, la satisfacción era el único sentimiento que no se podía quitar de encima: estaba embebida con la sensación de que por un tiempo volvían a ser sólo dos.

domingo, 20 de junio de 2010

La Dama Marchita (fragmento)



Y de repente, un día como cualquier otro, entró la otra criada a la cocina.
-¡La calle está como loca! -exclamó apoyando la bolsa con verduras arriba de la mesada. La observé con desinterés. Continuó:
-Todos hablan sobre el cambio de clima. Dicen que de templado pasará a ser frío, ¡como en el sur!
-A mí me gusta el frío... -exclamó Lady Augustine levantando la mirada del suéter que estaba tejiendo, luego se encogió de hombros, arrugó la nariz y siguió en lo suyo. Con frecuencia me preguntaba por qué teniendo una sala tan cómoda y espaciosa tenía que venir a tejer en la cocina con nosotras, las criadas.
-Es dentro de un tiempo las temperaturas no van a llegar a los quince grados, ¡eso es mucho frío, señora Kutcher!
-¿Y cómo te enteraste? -dijo Lady Augustine con una dicción similar a la de la criada.
-Me lo dijo la verdulera, luego el zapatero... -se detuvo para pensar-. El farmacéutico dice que casi todos los días van a ser nublados, va a llover más y el sol se va a ver cada vez menos, -su rostro se ensombreció- y el tiempo no va a volver a estar como antes.
Lady Augustine, desinteresada, volvió a recostarse en el sillón. Yo dejé de cocinar. Me quedé mirando al vacío y apretando los puños, una lágrima comenzó a escaparse: "El sol se va a ver cada vez menos." La escena transcurrió con la más cotidiana naturalidad, nadie sabía que mi alma se estaba derrumbando. Salí al patio precipitadamente.
Apoyé ambas manos sobre la escalinata de piedra y comencé a llorar de manera silenciosa. Una mano de hielo oprimía mi pecho con fuerza, mientras contemplaba con languidez el jardín: todo se había contagiado de un color grisáceo. Miré lentamente hacia el cielo y las pequeñas gotitas de lluvia caían como espinas congeladas en mi rostro, busqué el sol y no lo vi. Entonces comprendí el significado de tan claro mensaje.


-Dios es dueño de una justicia absoluta -susurré.
Él se había ido. Él estaba ahí, pero no estaba conmigo. Al igual que el sol, estaba presente, pero se escondía tras las espesas nubes de tormenta. Me encontré rendida, resignándome a que no volvería a ver crecer una flor en el jardín, ni a sentir su aroma. Y era perfecto, porque no quería oler nunca más algo que no fuese su perfume. No más sentir la textura del pasto, ni ser reconfortada por el calor del sol, ¿para qué? ¿Qué podían darme ellos que no hubiese tenido rozando su piel, ni recibiendo calor de su cuerpo? ¿De qué sirve correr entre la hierba, tocar los rayos del sol con las manos? Si estas manos antes habían rizado su pelo por horas, ¿cómo podía conformarlas acariciando los rayos del sol?
Sin el Señor Kutcher el verano no tuvo más razón de existir, las mariposas de mi cuerpo murieron, y mis piernas debieron aprender a temblar sólo de frío. Con un poco de suerte aquel lago se volvería hielo, y entonces al pasar por ahí nadie podría sentir la presencia de aquellos amantes, de todo el amor que había existido en ese lugar tiempo atrás.
Al salir del estupor, comprobé que mi mano había quedado marcada de tanto estar apoyada en la escalera. Limpié los restos de piedra y decidí entrar a resguardarme del frío. En adelante ya no tendría la necesidad de estar ligera de ropa, mi piel ya no sería suave y bronceada. Me limitaría a esconderla bajo abrigos, comenzaría a tornarse pálida y seca, y ningún hombre volvería a mirarla ni a rozarla. El balance del universo es tan perfecto, que con frecuencia me preguntaba en qué lugar del mundo, a qué alma en desgracia estarían mis lágrimas brindando felicidad.

sábado, 19 de junio de 2010

La gripe que no era





2 de julio de 2009 
Si puedo tener tiempo de escribir estas líneas en este momento, es porque mi colegio está cerrado. También suspendieron mi viaje de egresados. Mis vacaciones de invierno llegaron de un día para el otro, antes de lo que esperaba. Por ahora no tengo tarea, no tengo que estudiar, ni hacer trabajos prácticos. Sigo yendo a trabajar, porque nadie me lo impide, y estoy averiguando por mensajes de texto si de verdad cerraron el teatro o puedo seguir yendo. Tengan en cuenta que una comedia musical como la que estamos preparando lleva muchas horas de ensayo, es decir, esto no nos cae como anillo al dedo. En pocas palabras lo que quiero transmitir es esto: la gripe cochina me tiene harta. O mejor dicho, la paranoia que genera es lo que me cansa, o tal vez el hecho de que es una excusa más que tiene el sistema capitalista para lucrar. Así es, mientras nosotros nos convertimos lentamente en cerditos, hay gente que se está beneficiando con esta pandemia.
Toda mi locura empezó cuando llegué ayer a la tarde a mi casa con dos amigos, después de saludar a otro amigo por el cumpleaños. Mi mamá estaba postrada en cama, parecía que estuviera en sus últimos momentos. “¡Aaaaay! Tengo la griiipe...” alcanzó a decirme con voz de espectro. Yo la miraba y tenía la certeza de que había estado toda la tarde repasando mentalmente su testamento, y que seguramente todavía lo seguía haciendo. “No vayas al cine, ¿vas a dejar sola a mamá que se está muriendo?”, me dijo. Pero es normal en ella entrar en ese estado de agonía cada vez que está enferma. 
Mis dos amigos salieron de casa tan rápido como entraron, y se taparon la boca con las bufandas. No sea cosa que entre en sus pulmones el aire superviciadísimo y requetecontaminado de gripe que supuestamente había en mi casa. Tampoco preguntaron si necesitaba algo, simplemente maldecían porque estaban seguros de que ya se habían contagiado. Ayer, charlando sobre el tema -como no podía ser de otra manera-, un amigo me dijo: “¿No creés en la gripe? ¿Tampoco crees en la gravedad entonces?” Estos son simplemente ejemplos que uso a modo de ilustración para lo que quiero transmitir. Ejemplos de que la gripe ya no es gripe, sino que es una religión que tiene tanto poder de credibilidad como la ley de gravedad. Y tal vez tampoco sea un credo, sino un asqueroso comercio.
En verdad a este punto quería llegar. Yo no estoy diciendo que la gripe sea mentira, es más, es algo de lo que verdaderamente hay que cuidarse porque esta muriendo gente, pero no los voy aburrir con un cuento que escucharon miles de veces. Lo que verdaderamente me indigna y me hace pecar de ira es el hecho de ir a pedir un termómetro al consultorio de enfrente y que una señora me diga: “¿Tu mamá es la señora de enfrente? ¿Y tiene la gripe mala?” seguido de una cara de indignación, y de correr la mirada como si el virus le fuera a entrar por los ojos. 
Me harté de escuchar los noticieros, ilustrando cada indicación con imágenes perturbadoras, y la música de El Exorcista como cortina de fondo. Ellos también se benefician con un problema menos: tema para hacer notas no falta. 
También me exaspera que estén cobrando más cinco pesos las pocas botellas de alcohol que quedan, y que los precios de los barbijos aumenten minuto a minuto, como si estuvieran hechos de papel de dólar.
Esto no es una crítica más a la sociedad, ninguno de ustedes tiene poder sobre las influencias externas que recibe. Simplemente esta nota es una crítica más al capitalismo y a los medios de comunicación, que cada día me caen menos simpáticos. Estados Unidos es el país con mayor cantidad de enfermos y muerte, seguramente porque también es el más consumista y capitalista. Hasta en eso tienen que ser los primeros. Ahí tienen otro ejemplo de que la pandemia es un comercio más, al igual que la guerra y la crisis.
¿Y qué se puede hacer en una situación de estas características? Ahora mismo, mientras que cuido a mi mamá, seguramente me ponga a ver una película. Es así, la vida continúa.
Tuve gripe hace un tiempo, fueron pocos días. El médico me dijo que tuve la porcina, y fue gracioso porque yo ni me había enterado. Creo que ahora soy inmune, pero por lo que veo ninguno de nosotros es inmune al lavaje de cerebro. Gracias por la atención.