-¡La calle está como loca! -exclamó apoyando la bolsa con verduras arriba de la mesada. La observé con desinterés. Continuó:
-Todos hablan sobre el cambio de clima. Dicen que de templado pasará a ser frío, ¡como en el sur!
-A mí me gusta el frío... -exclamó Lady Augustine levantando la mirada del suéter que estaba tejiendo, luego se encogió de hombros, arrugó la nariz y siguió en lo suyo. Con frecuencia me preguntaba por qué teniendo una sala tan cómoda y espaciosa tenía que venir a tejer en la cocina con nosotras, las criadas.
-Es dentro de un tiempo las temperaturas no van a llegar a los quince grados, ¡eso es mucho frío, señora Kutcher!
-¿Y cómo te enteraste? -dijo Lady Augustine con una dicción similar a la de la criada.
-Me lo dijo la verdulera, luego el zapatero... -se detuvo para pensar-. El farmacéutico dice que casi todos los días van a ser nublados, va a llover más y el sol se va a ver cada vez menos, -su rostro se ensombreció- y el tiempo no va a volver a estar como antes.
Lady Augustine, desinteresada, volvió a recostarse en el sillón. Yo dejé de cocinar. Me quedé mirando al vacío y apretando los puños, una lágrima comenzó a escaparse: "El sol se va a ver cada vez menos." La escena transcurrió con la más cotidiana naturalidad, nadie sabía que mi alma se estaba derrumbando. Salí al patio precipitadamente.
Apoyé ambas manos sobre la escalinata de piedra y comencé a llorar de manera silenciosa. Una mano de hielo oprimía mi pecho con fuerza, mientras contemplaba con languidez el jardín: todo se había contagiado de un color grisáceo. Miré lentamente hacia el cielo y las pequeñas gotitas de lluvia caían como espinas congeladas en mi rostro, busqué el sol y no lo vi. Entonces comprendí el significado de tan claro mensaje.
-Dios es dueño de una justicia absoluta -susurré.
Él se había ido. Él estaba ahí, pero no estaba conmigo. Al igual que el sol, estaba presente, pero se escondía tras las espesas nubes de tormenta. Me encontré rendida, resignándome a que no volvería a ver crecer una flor en el jardín, ni a sentir su aroma. Y era perfecto, porque no quería oler nunca más algo que no fuese su perfume. No más sentir la textura del pasto, ni ser reconfortada por el calor del sol, ¿para qué? ¿Qué podían darme ellos que no hubiese tenido rozando su piel, ni recibiendo calor de su cuerpo? ¿De qué sirve correr entre la hierba, tocar los rayos del sol con las manos? Si estas manos antes habían rizado su pelo por horas, ¿cómo podía conformarlas acariciando los rayos del sol?
Sin el Señor Kutcher el verano no tuvo más razón de existir, las mariposas de mi cuerpo murieron, y mis piernas debieron aprender a temblar sólo de frío. Con un poco de suerte aquel lago se volvería hielo, y entonces al pasar por ahí nadie podría sentir la presencia de aquellos amantes, de todo el amor que había existido en ese lugar tiempo atrás.
Al salir del estupor, comprobé que mi mano había quedado marcada de tanto estar apoyada en la escalera. Limpié los restos de piedra y decidí entrar a resguardarme del frío. En adelante ya no tendría la necesidad de estar ligera de ropa, mi piel ya no sería suave y bronceada. Me limitaría a esconderla bajo abrigos, comenzaría a tornarse pálida y seca, y ningún hombre volvería a mirarla ni a rozarla. El balance del universo es tan perfecto, que con frecuencia me preguntaba en qué lugar del mundo, a qué alma en desgracia estarían mis lágrimas brindando felicidad.