lunes, 12 de julio de 2010

Caballos Salvajes o El Momento Más Feliz

Nunca supimos dónde estábamos, ni cómo habíamos llegado ahí. Pero sí sabíamos bien por qué no queríamos irnos. Yo no tenía ningún tipo de expectativa. Él tenía un arma muy poderosa y lo sabía. Cuando tuvo la oportunidad la usó conmigo sin compasión.

Todo empezó aquella noche. Tantas veces lo había visto ir y venir, llevando y trayendo, haciendo esto y aquello. Hablaba sólo lo necesario, reír o siquiera sonreír parecía para él un gasto innecesario de energía. Yo estaba totalmente aburrida de su presencia y la de todos los otros desconocidos. Sólo puedo recordar que me encontraba mirando un punto fijo en la oscuridad, pensando en cosas sin sentido y removiendo melancolías de viejos amores. Adentro todos reían, tomaban y se alborotaban. Se oían risas, y la música sonaba tan fuerte que no podía escuchar mis propios pensamientos.
–¿Te pasa algo? –preguntó una voz. Giré la cabeza sin voluntad, y entonces me topé con aquello que me tomaría tantos años olvidar. Por primera vez lo vi directamente a los ojos y, olvidando todo el pasado, creí empezar a comprender lo que era una verdadera pasión. Me ilusioné. Gris, verde, azul cielo: no necesitaba más aquellos colores. Había visto aquel par de ojos, más oscuros que el ébano, que el pelaje de un cuervo, incluso más negros que la misma oscuridad de la noche. Me llené de felicidad, sentí la necesidad imperiosa de vivir en ellos para siempre.


En respuesta a la pregunta, sí me estaba pasando algo. Tenía miedo. Esos ojos ya habían tocado los míos, había lanzado su flecha sobre mí sin misericordia. Eran el deseo en su mejor personificación, iguales a un par de caballos salvajes amenazando con arrastrar toda mi cordura a su paso. Me invadió la ansiedad y el nerviosismo. Me topaba con el peor de los problemas: sabía que en el futuro lo abrazaría, lo besaría, incluso terminaría en su cama. Pero después de eso nunca más podría dejarlo ir, me desviviría por él, arruinaría mi vida entera por intentar retenerlo.
Sus múltiples intentos por conquistarme serían inútiles: la magia ya estaba hecha, había caído tanto en él que no podía llegar más lejos. Tantos sentimientos surgían y chocaban en un solo momento. No supe si reír o llorar. En vez de eso contesté:
–Nada. Me aburrí.
–Te hago compañía, entonces.
Ahí comenzó todo. Fueron largos días de charlas interminables, intercambios de opiniones y de sueños, consejos, palabras sin sentido, palabras de afecto.
–¡Qué lugar tan hermoso! –le dije un día.
–Esto no es nada. Cuando quiero ver algo hermoso, simplemente sigo el camino –lo miré con curiosidad–. Hacia allá –señaló–, el camino en dirección a la casa.
–No entiendo, ¿de qué hablás? –dije en medio de una risa burlona.
–De nada importante en realidad. Sólo digo que es hermoso –hizo un ademán, señalando nuevamente el camino hacia la casa– seguir la luna.
–Así tendrías que caminar por siempre, y dudo que alguna vez la puedas alcanzar.
–¡No! Te equivocás; el camino se termina, y ahí está la luna. No te olvides.
Nos observábamos fijamente y vivíamos cada día que pasaba como si fuera el último. No queríamos separarnos, no queríamos que aquello terminara jamás. Seguíamos ahí sin saber bien para qué, pero sin querer irnos, al igual que todos los demás. Sólo que ellos dejaron de existir.
Fue el momento más feliz de mi vida, y sin embargo llegué a un punto de inestabilidad emocional que no podía soportar. No estaba cómoda en ningún lado, en ninguna situación. Sentía ansiedad cuando él no estaba cerca, me ponía nerviosa en su presencia, y aún así no quería que se fuera. Si él no estaba conmigo lo buscaba, si hablaba con alguien más me invadían los celos y la angustia. Esperaba el primer beso hoy o mañana, o si no pasado mañana, pero tendría que ser. Tendría que ponerle fin a la incertidumbre que no me dejaba en paz.
Así pasaron solamente tres noches. La cuarta nos sorprendió descansando sobre la alfombra, fumando y riendo, haciendo lo que siempre hacíamos. Nos hizo sobresaltar el grito de mi amiga Marion. Salimos afuera sin perder un segundo, y la encontramos tirada en el pasto. Corriendo en la oscuridad se había tropezado con una piedra y se había doblado el tobillo. Estaba muy ebria, lloraba sin parar y todos los demás la rodeaban tratando de calmarla. Él se desesperó, me recordó al personaje de una novela de caballería: se puso la capa, montó en el corcel y se fue con la intención de salvar a la damisela. Tal vez ese pensamiento fue fruto del romanticismo, o de leer tantas novelas de Jane Austen. Sea como fuere, es necesario aclarar que la capa era una simple campera, y el noble alazán resultaba ser en realidad el auto de de papá.
–Me la llevo –me dijo tomándola en sus brazos.
–¿A dónde?
–Al hospital
–¿Vas a volver? –lo observé con tristeza mientras se iba. Volvió hacia mí, y me miró a los ojos–. Estoy cansada de esperar.
–Si querés algo hermoso, seguí la luna –y habiendo dicho eso se marchó.
Estaba mareada y confundida. Tenían mucho que ver los efectos de Mary Jane, el humo inextinguible que se había propagado en todas las habitaciones. Sin saber cómo, anduve el camino de vuelta hacia la casa. Miré hacia arriba y vi la luna, no podía dejar de pensar que todo aquello era una locura, y sin embargo mis piernas se movieron solas otra vez. Tomé conciencia y me encontré trotando en medio del bosquecito. Las luces de la sala, la fogata, las voces de mis amigos, todo aquello había quedado a lo lejos. Seguí caminando sin saber como detenerme, me perdía cada vez más en la espesura. A cada paso sentía nada más que ramas y hojas rozando mi piel. Todo lo que podía ver eran luciérnagas en la oscuridad, y la luna a lo lejos.
El bosque se terminó, y sentí que mi corazón se detenía por un momento. Llegué hasta la orilla de un lago iluminado en toda su extensión por estrellas, como si fueran las luces de las ciudades más hermosas del mundo. En el medio del agua la luna se regodeaba, parecía sonreírme y llenarme de paz. Nunca había estado en un lugar tan hermoso como ese. Caminé unos pasos y descubrí una enorme piedra plana, ¿con forma de corazón? Lo dudé en ese momento, y me reí de mí misma por estar tan desconcertada. Sentándome en ella, me sumí en pensamientos.
Podía conseguir cualquier cosa con mi juventud y mi belleza, ¿pero cómo iba a lograr que él me amara? Me sentí invadida por una tristeza infinita, impotencia por no poder evitar lo inevitable. Ya no podría vivir sin su mirada que me hacía sangrar de amor. Era tan hermosa que llegaba a doler como una puñalada. Nunca pude entender como algo tan negro podía hacer que las estrellas perdieran su brillo. Cada vez que lo observaba durante la noche, todas las constelaciones juntas competían con la luna por ser el punto de luz de sus pupilas.
Había comenzado a jugar con la arena, haciendo dibujos con mis pies desnudos, cuando escuché el ruido de las hojas moviéndose detrás de mí. Me di vuelta y lo vi sacar el celular del bolsillo, tratando de iluminar el lugar. Al verme, le brotó una sonrisa y lo apagó.
–Pensé que no estabas –me dijo, y sin más preámbulo se lanzó sobre mí.

La mañana nos sorprendió aún en ese lugar. El sol acariciaba dulcemente nuestras pieles llenas de juventud. Él dormía y yo lo observaba sin pensarlo. Así, con el rostro relajado, la piel blanca y el pelo claro, parecía un angelito. Se veía tan inocente y tan tierno que volví a sentir esas ganas de abrazarlo y besarlo. Los rayos del sol marcaban sus músculos, volvían su piel suave y tersa. Se le dibujaba en los labios una sonrisa delicada, tan relajada y pacífica que brindaba placer.
 Tal vez todos habían pasado la noche preocupados, preguntándose donde estábamos. Tal vez a partir de ese instante la vida sería mas hermosa, o tal vez no. Tal vez, como lo pensé en un principio, todos serían obstáculos, dificultades y sufrimiento. O tal vez la paz duraría por siempre. Sólo sé que me levanté y lavé mis piernas en el agua cálida. Ese fue el momento más feliz.



jueves, 8 de julio de 2010

El Arrebato (Fragmento de La Dama Marchita)

 –Dos platos menos en la mesa esta noche, por favor –dijo él repentinamente al pasar por el umbral de la cocina–. Y te agradecería que apagaras esa música, es demasiado triste.
Ella no pudo evitar un largo suspiro ni sentir una pequeña nausea. Intentó con furia reprimir todo pensamiento que pudiera despertar alguna mariposa de las que dormían hace tanto tiempo ya. Como era de esperarse, él no se presentó a la mesa.
–Adelante –dijo con la voz impetuosa que lo caracterizaba–. Gracias por traer la cena, Marcia, tenemos que hablar.
Ella se sorprendió, evidentemente la habitación matrimonial había sido víctima de ciertos cambios drásticos: las fotografías ya no estaban, y la puerta abierta de par en par del armario revelaba un vacío lúgubre. Sin embargo, la principal razón que tuvo Marcia para sorprenderse tenía que ver con que ellos no habían hablado seriamente en cinco años.
–Sí, falta toda su ropa –dijo él al ver su rostro perplejo–. Se llevó eso, bastante plata, y también a mi hijo –cruzó los brazos y levantó un poco los labios en señal de resignación.
–No parece muy acongojado –logró formular Marcia, vencida por la timidez.
–No me trates de usted –hizo una pausa–. Me casé con ella por poder, por plata, por la jerarquía que me dio socialmente. Creí que lo sabías.
Ella negó silenciosamente.
–Después terminé amándola, pero sólo un poco. Uno siempre tiene un sólo amor en toda su vida.
Ante sus palabras, ella sacudió la cabeza en señal de triste aprobación, luego bajó la mirada hasta que su rostro se ensombreció.
–Con Griselda, mi última novia, nos amábamos tanto... Después yo me casé y ella se enojó mucho, pasaron diez años ya –suspiró largamente–. Fui un idiota y confío en que me pueda perdonar. Ayer pasé todo el día escribiendo una carta de disculpa en la que le declaré mi amor. Ahora que mi vida anterior terminó, mi más profundo deseo es que ella vuelva a mí.
Marcia apretó con fuerza los labios, sus párpados temblaron, su respiración se volvió entrecortada, y las adormecidas mariposas se convirtieron en abejas. No intentó ocultar ni por un segundo aquel brote de ira repentina. Todo su mundo había cambiado dos veces en cinco minutos. Hacía quince años había conocido a un hombre, se había enamorado, y desde entonces él no había abandonado su mente ni por un segundo. Antes de ser su criada, antes de ser su amiga y confidente, ella había formado parte de su lista de amantes, de víctimas de su despotismo disfrazado de amor. Ninguna había logrado olvidarlo, y ninguna había llegado a conocerlo tanto como ella. Le era tan familiar su facilidad de desplazar su amor de una mujer a otra, que se inmutó muy poco por el planteo que acababa de escuchar.
–Sí, muchas veces me hablaste de ella. Nunca la conocí. Deberías estar de duelo por tu ex esposa y tu hijo. No entiendo por qué esa historia vuelve a resurgir justo ahora, sin embargo, me ofrezco a llevar la carta –le tendió una mano temblorosa, que acompañaba el movimiento convulso de sus labios.
–No te pongas tan nerviosa. Ya llevé la carta, seguramente ya la leyó.
Dando media vuelta, Marcia pegó un notorio portazo. Por la sacudida, la bandeja de la cena rodó por el suelo y la comida manchó la alfombra. A él se le escapó un gesto de satisfacción, y sin pedir ayuda comenzó a limpiar el desastre con lentitud y placidez. Esa carta se había salvado de ser quemada en la hoguera del patio.
El tema rondó en su cabeza durante toda la noche, y también al día siguiente. De tantos nervios no pudo dormir, ni hacer las tareas domésticas, ni siquiera pudo comer por las náuseas que sentía. Tampoco se pudo sentar a leer, como por las tardes se lo dictaba su costumbre, porque todas las palabras que podía descifrar tenían que ver con dolor.
–Prepará té –le dijo él alrededor de las cuatro de la tarde. Ella se encontraba de pie en el jardín cubierto de sombras, sosteniendo el balde de agua que pondría a hervir en la hoguera, cuando le pareció ver una silueta entre las rejas del portón.
Se acercó sin voluntad, con el corazón en la garganta y una sensación de asfixia. La incertidumbre se veía reflejada en sus ojos abiertos de manera exagerada. Al fin logró acercarse lo suficiente, sólo para comprobar lo peor: se vio sumida en una batalla cuerpo a cuerpo con su propio destino.
–¿Se encuentra el dueño de casa? –preguntó, y le brotó una sonrisa.   Aquella visitante. Su pequeña nariz, su palidez contrastante con el rosado de su boca, el brillo en sus ojos negros, la forma en que se conjugaba la delicadeza de las líneas de su rostro con el movimiento de sus labios, y ese cabello encrespado...
De todas aquellas cosas, Marcia sólo pudo sacar una conclusión: era como verse en un espejo.
Enloquecida de dolor por su presencia, tan mortífera y a la vez tan agradable que llegaba a sentir una inexplicable atracción, atinó a decirle:
–Adelante, seguime.
En el camino ella habló llena de éxtasis, pronunciando las típicas frases que intercambian las amigas, aquellas mujeres unidas por el cariño y experiencias de vida similares. Pero una dejaba salir sus ideas con total entusiasmo y elocuencia; la otra caminaba adelantándose, con la cabeza gacha y el alma agonizante.
–Estamos yendo hacia el patio trasero, ¿no vamos a entrar por la puerta principal?
Marcia no contestó. El resto del viaje transcurrió en silencio, finalizó cuando ambas se colocaron enfrentadas alrededor de la hoguera crepitante. Miraban sin descanso el movimiento de las llamas y trataban de atrapar el calor con las manos. Sus rostros habían tomado un aspecto tétrico.
–Te tengo miedo –dejó salir Marcia.
Griselda la observó, no se había dado cuenta a qué se refería, sin embargo contestó con un temor similar.
–¿Por qué?
Tu presencia está arruinando mis planes, todo lo que construí y mi vida entera –cada idea brotaba de ella de manera arbitraria, como si se tratara de lágrimas–. Tardé quince años en construir una relación de confianza, y evité a toda costa dar un paso en falso.
Se produjo un silencio incómodo.
–No me quites todo eso, por favor –agregó aún sin poder mirarla a la cara.
Ante tal escena, Griselda respondió con un silencio total. Un leve movimiento inclinado de sus labios indicó que había captado el problema. Al hacerlo resopló con fastidio, y aquella demostración agotó las pocas reservas de paciencia y cordura que aún poseía Marcia. Si con eso había querido demostrarle indiferencia, no cabía duda alguna sobre cuáles serían las consecuencias.
Nada podía hacerse, el destino lo había querido así. El observar detenidamente la fogata ayudó a apaciguar sus ansias. 
–Quiero que nos casemos en julio –sentenció Griselda, y sus palabras cortaron el aire.
A fin de cuentas, el mirar fijamente hacia el fuego sólo avivaba más las llamas que la consumían por dentro. Se apoderó de ella un ímpetu de violencia, una pasión, un éxtasis, un impulso, un arrebato…
Con un solo movimiento tomó el balde metálico ardiente y descargó un golpe hábil, seco y certero en su rostro. Había eliminado de forma tan simple otro inminente peligro, otro obstáculo por fin había dejado de interponerse entre ella y el objeto de su más profundo deseo.
 Su cuerpo yacía sin vida en el suelo junto a la hoguera, una enorme marca negra se había tatuado entre sus ojos, aquellos que radiantes y llenos de vida habían venido buscando esperanzas de amor. Aún sin poder situarse correctamente en espacio y tiempo, Marcia observó el contenido del balde: había derramado gran cantidad de agua, pero aún quedaba lo suficiente para un té.

–Permiso.
–Adelante.
Marcia apoyó la bandeja con el té sobre el escritorio. Se quedó de pie junto a él, lo observaba con amor.
–Lo noto cabizbajo… –dijo atragantada con su propio atrevimiento.
–No me trates de usted. Ella no vino, la estuve esperando toda la tarde.
–¿Quién?
–Ella… –se produjo un silencio incómodo.
–Lo lamento –dijo simulando tristeza, y amagó a salir.
–No importa, ya forma parte del pasado, tengo que entender eso. Si fue capaz de ignorar mi carta, dejó de tener sentido para mí.
Una sonrisa casi perversa comenzó a recorrer su rostro: allí estaba manifestándose, otra vez de la manera más natural, aquella capacidad del señor Kutcher de restar importancia a los sentimientos. Con pasos agigantados y gustosos terminó de marcharse y llegó hasta el balcón que daba al patio trasero. Se apoyó en el barandal y contempló serenamente el ocaso, reposó la cabeza entre los brazos y dejó salir una pequeña risa de locura.
–Tal como lo imaginé –susurró.
El cielo le sonreía esgrimiendo un naranja radiante, el verde vivo del parque a esas horas hacía que la vista pareciera una pintura. Nunca existiría nada entre ellos, su momento había pasado hace mucho tiempo. Cualquiera podía darse cuenta de que otro problema similar estaba por presentarse.
Ella suprimía esas ideas, la satisfacción era el único sentimiento que no se podía quitar de encima: estaba embebida con la sensación de que por un tiempo volvían a ser sólo dos.