sábado, 7 de mayo de 2011

La Rebelión Secreta. Capítulo VI




Capítulo VI
Don Emilio

Verde. Verde y celeste.
Empezando por el césped, que se extendía hasta donde llegaba la vista; siguiendo por las carpas militares, dispuestas de tal manera que seguían la línea de un cuadrilátero imaginario; y finalizando con los uniformes camuflados que vestían todas las almas en aquel lugar, todo era verde. Incluso también el corazón de esos hombres tal vez estuviera pintado de verde, un verde petróleo.
Lo único que cortaba con tanta verdosa espesura era el cielo. Profundo y celeste, se desplegaba sobre sus cabezas sin ostentar una sola nube, en aquel mediodía en el que el sol calentaba de manera tan triste.
“Pobre de mí, ¡mi color preferido es el rojo!” pensaba un soldado joven, mientras se cargaba al hombro su mochila verde. Muchos se distraían imaginando cómo sería su vida si fueran alguien más. Un ama de casa, un trabajador, un estudiante, las mariposas que se posaban sobre la hierba… cualquier cosa hubiese sido mejor que estar allí.
Pero él tenía ya más de cincuenta años, había estado en el mismo oficio prácticamente toda su vida, al igual que su padre y su abuelo. Estaba acostumbrado a la guerra, y podría decirse que ese era su hábitat. No tenía muchas más ambiciones, incluso dentro del ejército. Constituía una especie de fracaso para la familia, ya que contadas veces lo habían ascendido de rango. Esa sería su última intervención, y luego se retiraría.
Finalmente, después de haber cruzado todo el campo, llegó a su destino. Corrió de golpe la puerta de la tienda que le habían asignado, y fue entonces cuando lo vio por primera vez.
Las carpas eran bastante estrechas, y estaban pensadas para albergar dos personas durante un largo período. Del lado izquierdo, había un completo desorden: ropa y partes de un uniforme sin doblar desperdigados sobre las mantas, botas y diversos objetos en el suelo, una cama sin hacer y un inmenso baúl a sus pies. Del lado derecho, sólo había un catre y un colchón desnudo sobre él. En el medio de las dos camas se encontraba de pie su nuevo compañero de carpa, con expresión de sorpresa y espanto.
–Perdone usted si lo asusté –fueron las primeras palabras que le dirigió.
–Pierda cuidado –le respondió. Había reaccionado con una actitud muy sospechosa, como un criminal al que lo pescan cometiendo un ilícito. Dejó repentinamente de hacer lo que estaba haciendo al ser sorprendido por su nuevo compañero.
Éste notó aquel detalle, pero no le importó. Se limitó a apoyar su bolso en el suelo y comenzar a sacar sus pertenencias. Lentamente, fue ordenándolas de manera estricta: hizo su cama estirando las sábanas, dobló su uniforme a la perfección, lustró sus botas y puso cada cosa en su lugar. El otro soldado, sentado en su cama con los brazos cruzados, lo observaba con simpleza.
–Me gusta que sea ordenado. Es una cualidad que yo no poseo –dijo por fin.
El hombre respondió levantando la mirada de su quehacer, y observándolo con desgano.
Quien le hablaba tenía unos treinta años, era de baja estatura y contextura pequeña, de tez bien pálida y cabello bien negro. Sus ojos inmensos y su sonrisa cálida le daban una expresión soñadora. Aparte de todo eso, su lado de la carpa parecía una pocilga.
–A mi también me gusta que los demás sean ordenados –contestó con rudeza.
–Me llamo Alejandro, ¿y vos? –le expresó cambiando de tema, dejando de lado el trato respetuoso, e ignorando la observación que se le había hecho.
–Soy García… Emilio –le respondió, y aferró la palma débil y pequeña de su compañero entre sus enormes y toscas manos–, y no me gustan los excesos de confianza –agregó muy serio.
–¡Nos estamos conociendo! A mí me gusta mucho leer, tocar la guitarra y jugar al truco –le confió, en un tono que lo hizo parecer infantil.
Emilio no le respondió, se limitó a sentarse en la cama y observarlo con desprecio.
–Veo que sos hombre de pocas palabras –prosiguió Alejandro.
–No disfruto mucho de la conversación –le refirió.
–Yo no disfruto para nada estar acá –confesó sin que le preguntaran–. Este no es mi oficio –concluyó, mirando a su alrededor.
–¿Y cual es? –inquirió Emilio.
–Todavía no lo sé –le respondió, y por fin se quedó callado.
“Es un tonto, un remolón”, pensaba Don Emilio. Un asistente irrumpió en el lugar y cortó el silencio:
–Peralta, Alejandro, le toca el examen médico –vociferó, mirando distraídamente una planilla.
El joven se puso de pie, y antes de salir expresó:
–A mí no me gusta que me revisen las cosas…
Y se marchó. Emilio quedó solo, en silencio, pensando en las tareas que aún le quedaban por hacer, y dando poca importancia a las últimas palabras de su compañero. Transcurrieron así unos dos minutos. Luego, un sonido completamente inesperado lo distrajo de sus pensamientos.
–¡Bu! –escuchó, y vio de refilón algo que se movió de repente.
No pudo creer a sus propios ojos. De allí, desde dentro del inmenso baúl que se encontraba a los pies de la cama de Alejandro, había surgido una niña de unos tres o cuatro años. Ambos, sorprendidos y atemorizados, no pudieron evitar una exclamación.
Ella había querido hacer una broma, y al salir de su escondite se había topado con un extraño. Ahora se encontraba asustada y paralizada, sin saber cómo reaccionar. Él estaba en la misma situación… ¿Qué hacía una niña en un campamento militar?

–¿Esa era yo? –preguntó Nina con vivacidad, interrumpiendo el relato.
Después de enterarse de que le quedaba poco tiempo de vida, Nina se había decidido finalmente por preguntarle a su padre sobre sus verdaderos orígenes. El anciano se había negado rotundamente en un principio, pero luego había cedido considerando la situación.
Advirtió que no era una historia agradable, y comenzó hablando en forma escueta, soltando las palabras a medida que avanzaba en la narración. Se había procurado un viejo diario íntimo que tenía guardado en uno de sus cajones, y lo consultaba cada vez que necesitaba darle un pequeño estímulo a su memoria.
Los demás se habían ido acercando de a poco. León se había acomodado junto a ellos, y habían invitado a Magda a sentarse después de verla escuchando desde la puerta.
–Sí, Nina, esa pequeña traviesa eras vos –le contestó Don Emilio–. Ni cuatro años tenías, y ya le habías causado los peores problemas a tu padre.
–¿Mi padre?
–En fin… ¿Dónde me había quedado? Yo no supe reaccionar de ninguna forma cuando te vi por primera vez, hija. Fuiste algo inesperado. Pero recuerdo que después de interactuar cinco minutos con vos, ya te habías convertido en algo especial. No puedo explicarlo, nunca tuve el instinto de padre, y sin embargo a medida que te fui conociendo supe que quería verte crecer, y arroparte cada noche hasta el fin de mis días... ¡Y lo logré! –exclamó, y guardó un breve silencio. Pasó la mano con suavidad sobre la mejilla de Nina, mientras la observaba con ternura.
Después continuó con el relato:
–Cuando logré reponerme, traté de hablarte. Aún sin dar aviso de que te encontrabas ahí, quise sacarte información. Te pregunté tu nombre, tu edad, y de dónde venías, pero en un principio no quisiste contestarme. Entonces me relajé un poco para inspirarte confianza. Finalmente, logré sonsacarte que estabas ahí porque te había llevado tu padre, que dormías en aquel baúl, y tenías que jugar a esconderte de las demás personas…
«Alejandro volvió a la carpa un cuarto de hora después, y cuando observó la escena… ¡Literalmente se quiso morir! Se puso pálido y se agarró la cabeza. Y claro, yo había descubierto sin querer su secreto mejor guardado. Siempre fue muy teatral y muy expresivo –recordó, bajando la cabeza con expresión de ternura–. Se tiró al suelo y me rogó de rodillas que no lo denunciara, que no dijera nada. Yo le respondí que no me interesaban sus asuntos: “Tener una niña aquí es algo absurdo, tan ridículo como un treinta de febrero, pero comprendo que para llegar a tal extremo usted tendrá sus motivos. Yo no sé si esta niña es su hija, o es una rehén. Sin embargo, voy a guardar silencio porque nunca fui un bocón, pero si noto cualquier comportamiento indebido con respecto a esta situación, no dudaré en hablar”, le dije. Él me dio las gracias con los ojos llorosos, y me abrazó, cosa que detesté en demasía.
«¿Cómo explicar lo que tuvo lugar en los días que vinieron? Nosotros nos ausentábamos de la carpa, entrenábamos duramente a toda hora, y al volver te encontrábamos ahí, jugando con una muñeca de trapo. Carlotta, le habías puesto. En el baúl había una manta doblada en cuatro y una pequeña almohada; ahí dormías. También te escondías en ese lugar cuando venía alguien más a la carpa, cosa que raramente sucedía. Alejandro, cuyo apellido no puedo recordar, te sacaba furtivamente a tomar aire por las noches, cosa que también estaba prohibida…
–¡Todo eso es imposible! –interrumpió León.
–¡Juro que pasaba! –contestó Emilio–. Los pocos ratos libres que tenía Alejandro los pasaba jugando con ella. Era su vida, su razón de existir. Muy pronto dejé mis libros de lado, y mis ratos de ocio también pasaron a pertenecerle a ella. Fue algo inaudito. Los tres, Alejandro, Nina y yo, habíamos conformado una pequeña familia en medio de tanta soledad.
–Papá, yo no recuerdo ninguna de estas cosas ¿Nunca le preguntaste a Alejandro por qué me había llevado ahí? ¿Acaso no tenía a nadie más en el mundo?
–Exactamente esa era la razón. Todo lo que tenían era el uno al otro. Y no le pregunté, una noche no pudo más y me lo confesó todo. Recuerdo que habíamos llegado extenuados, estábamos teniendo entrenamientos muy arduos porque en un par de días pensábamos atacar. Él te metió en tu cama improvisada e intentó hacerte dormir. Yo lo ayudé. Cuando por fin te encontraste profundamente sumida en sueños, él se tiró en la cama y empezó a llorar en silencio. Yo no le dije nada, comenzó a hablar solo: “¡No sé que voy a hacer cuando tengamos la primer batalla! Tendremos que viajar varios kilómetros, ¿con quién la voy a dejar? ¿Qué pasará si me matan?”, exclamo con dolor, y sus palabras se ahogaron. Guardó silencio unos momentos hasta que se relajó, y entonces me preguntó algo que yo no esperaba.
«“¿Alguna vez estuviste enamorado, Emilio?”, murmuró, y sus palabras sonaron como una melodía triste y hermosa. Le respondí que no. Él prosiguió. Anoté aquí en mi diario lo que me dijo, y lo voy a leer:
“Yo sí. Hace unos años no era nada más que un vago, un soñador. Pasaba los días deambulando, escribía poesías, componía canciones con mi guitarra. Mi papá tenía un almacén y siempre se quejaba de que no hacía nada. Me obligaba a ayudarlo en el negocio, pero yo no era muy bueno. Un día vino una nueva empleada a trabajar, ella era muy anciana y de clase muy humilde…”, comenzó diciendo estas palabras aún con la voz quebrada. Al llegar a este punto sus ojos negros se llenaron de un brillo especial. Suspiró con amargura, y prosiguió: “Resultó que esa mujer tenía una hija que… ¿para qué aburrirte con detalles? ¡Sólo debías verla! Ay, si la hubieses conocido, me creerías si ahora te dijera que parecía un ángel. Su cabello largo color ocre caía como una cascada, su cintura era tan pequeña que daba placer aferrarla, ¡sus senos eran el paraíso! Su aliento olía a rosas, su boca era una cereza, su voz era el complemento perfecto para los acordes de mi guitarra. Podía pasar todas las horas de mis días perdido en sus ojos, verdes y luminosos… Nunca en mi vida me había sentido tan bien como cuando compartía todos mis momentos con ella, y nunca más volveré a ser así de feliz…” No pudo continuar hablando, porque volvió a irrumpir en un llanto silencioso. Yo aguardé pacientemente a que pudiera continuar. “¡Ay de mí!”, exclamó en tono de culpa, “espero no me condenes, amigo, por lo que estoy a punto de confiarte… ¡Le hice algo terrible a esa muchacha! Al amor de mi vida, la razón de mi existencia… ¡La arruiné, la rompí, quebré su espíritu!”, confesó en medio de sollozos. “¿Qué le hiciste?”, pregunté yo.
«“Eso”, contestó él, y señaló a la niña que dormía llena de paz. “Yo veo algo hermoso, no algo terrible” le dije. Él continuó: “Le arrebaté su honor. Mi padre me obligó a casarme, y luego me echó de casa. Le di mucha vergüenza. Fui a vivir con ella y su madre, que eran muy pobres. Yo pasé de trabajo en trabajo para poder subsistir y criar decentemente a mi hermosa Nina, pero no fue suficiente. Por más que me esforzaba, ¡Nunca era suficiente! Vivíamos en la miseria. Mi suegra era muy anciana como para trabajar, y a mi esposa le ocurría lo mismo que a mí. Finalmente la pobre… ¡tuvo que hacerse mujer pública!”, exclamó, y hundió su cabeza entre las piernas. “Y yo tuve que aceptarlo, de otra forma hubiésemos quedado prácticamente en la calle.” Hubo un momento de silencio prolongado, hasta que me animé a preguntarle: “¿Y dónde está ella? ¿Te abandonó?”, “No”, me contestó. “Gracias al oficio impúdico que se vio obligada a ejercer por culpa mía… se enfermó y murió.” Agregó esto último en un susurro casi inaudible, pero que yo pude comprender perfectamente.»
Don Emilio no pudo continuar leyendo, porque un papel se resbaló de entre las páginas de su diario. Lo recogió con el pulso tembloroso, y lo contempló con una expresión inexplicable, mezcla de asombro, ternura, y a la vez, tristeza.
–¿Qué es eso?
–Hija… –intentó explicarle–. Verás, tiempo después de que Alejandro me refiriera esta historia, me entregó –hizo una pausa para reflexionar–. Más bien, yo encontré esta fotografía entre sus cosas, y me la guardé.
Nina la observó con detenimiento. Era una foto vieja en blanco y negro, de una muchacha muy joven con el cabello lacio y largo hasta la cintura, vestida pobremente. Estaba de pie con las manos juntas en medio de un jardín, y la expresión de su rostro dejaba entrever una tímida inocencia.
–¡Dios mío! ¡Es igual a mí! –exclamó Nina, y comenzó a llorar amargamente–. ¡Mi mamá está muerta!
Don Emilio la acurrucó en su pecho, mientras Magdalena le acariciaba la espalda. León la observaba llorar en silencio y parecía reflexionar.
El llanto de Nina dejó de ser sumiso y se convirtió en nervioso.
–¡Alejandro! ¿Dónde está el que decís que es mi padre? ¡Exijo conocerlo! Exijo saber su nombre completo, y qué hace, dónde vive…
–Tranquila, chiquita… –Magdalena intentó apaciguarla.
Emilio, sin embargo, reaccionó fuera de sí:
–¡Tu papá también está muerto! –le gritó sin moderarse. Todos guardaron silencio, y Nina volvió a sentarse con los ojos enrojecidos.
El enfermo continuó:
–Tu abuela y tu madre murieron, tu otra familia te rechazaba. Tu padre había sido llamado por el deber. Era eso o un orfanato. De cualquier manera, era evidente que tu permanencia en aquel lugar no duraría para siempre –hizo una pausa–. Un día se metió un oficial a la carpa sin avisar, y el resto puede suponerse…
Su voz pareció entrecortarse, e intentó disimular su conmoción buscando qué decir entre las páginas de su diario.
–No voy a leerles lo que escribí sobre todo eso, ¿para qué hacer más amarga la verdad? Solamente lo último que anoté, la última página. Dice así:
«7 de Mayo. Creí haber visto una luz al final del túnel. Alejandro y la niña son lo único que considero como familia en este mundo, por eso me arriesgué, intenté salvar la situación. Querían llevar a Nina a un orfanato, por eso traté de explicarle al oficial de la brigada que esa niña era mi sobrina, que afortunadamente yo tenía una tía con la que podía quedarse, pero vivía muy lejos y no había tenido tiempo en su momento de llevarla con ella, porque mi reclutamiento había sido muy repentino. Utilicé lo mejor de mí, ofrecí un gran soborno que pude pagar por pertenecer a una familia acomodada, y gracias a eso me creyeron.
«Logré que llevaran a la niña con mi tía, pero llegué tarde. Alejandro había sido brutalmente castigado. Cuando termine mi deber aquí pienso llevar a Nina a vivir conmigo y criarla como si fuera mi hija.
Hoy Alejandro murió, a causa de las severas contusiones. Había quedado en estado grave. No lo mataron ellos, pero lo mataron los golpes. La pena que me inunda es demasiado grande como para poder plasmarla aquí, él era más que mi compañero. Yo lo amaba como a un hermano. No puedo seguir escribiendo, tengo un nudo en la garganta.»
Dejó de leer, el nudo se había vuelto a formar después de doce años.
Los cuatro presentes decidieron guardar silencio, y no hablar más sobre el tema. La verdad ya se sabía, y había sido suficiente para todos.
Nina no volvió a hablar ese día, durante la cena se mostró distante y pensativa. Se fue a dormir esa noche sin más rodeos.
Al día siguiente se levantó, y sin decir nada a nadie, se vistió con sus mejores ropas. Hacía dos semanas y media que no salía a la calle. Cerca del mediodía, apoyó sus pies sobre la escalinata de la puerta, y sintió la brisa en sus brazos desnudos. Después de haber estado tanto tiempo encerrada, parecía renacer. La atmósfera y el ruido la hicieron sentir abombada, pero aún así comenzó a caminar con pasos tímidos.
Hizo solamente un par de cuadras, hasta que divisó el bar, cruzó la calle, empujó la puerta de vidrio, y ya estaba adentro.
Se sintió muy incómoda. Allí se encontraban ellos, las mismas caras, las mismas personas ante las que había pasado tanta vergüenza aquella noche. Los ignoró a todos, porque tenía otros planes más importantes. Se dirigió directamente hacia la barra.
–¿Qué se le ofrece, señorita? –le preguntó desinteresadamente Don Basilio.
–Deme trabajo, por favor –vociferó, y sus palabras retumbaron en el silencio expectante de todos los presentes.

Capítulo siguiente:

jueves, 21 de abril de 2011

La Rebelión Secreta. Capítulo V.




Capítulo V
León

Pero el hombre se puso de pie y se colocó precipitadamente bajo el espectro de la luz de luna que entraba por la ventana. No era papá. Era un desconocido alto, cuarentón, calvo y con bigotes puntiagudos, que llevaba puesto un suéter azul con cuello de tortuga.
Por el susto, el corazón de Nina dio un vuelco, el pánico repentino se le clavó como una daga en el pecho y se le tornó dificultoso respirar. Retrocedió y atinó a aferrar el mango de la puerta de entrada.
–¿Quién es? ¿Dónde está mi papá? –preguntó petrificada y con voz inaudible.
–Tranquila, Nina –dijo el extraño levantando ambas manos en forma pacífica, con expresión de contener a la joven– no me tengas miedo.
–¿Cómo sabe mi nombre? ¡Papá! –susurró tímidamente, y luego gritó– ¡Papá!
–¡Shh! ¡Tu papá está descansando! –explicó el hombre tratando de apaciguarla–. Yo soy un amigo, mi nombre es León –dijo tendiéndole una mano–. Podés confiar en mí.
Pero Nina esquivó el saludo y se dirigió a la habitación contigua. Con cuidado abrió la puerta y comenzó a escuchar los ronquidos del anciano. Pudo divisar su silueta durmiente en medio de la oscuridad y, con el corazón finalmente en paz, cerró la puerta.
–Cayó enfermo esta tarde –dijo una voz detrás de ella. El amigo de su padre se había acomodado nuevamente en el sofá, y continuaba bebiendo su té–. No estabas, y Magdalena no podía sola con él, por eso me llamó.
Ella se sentó a su lado y juntó sus manos. Aún estaba descalza, despeinada y embarrada. Su expresión era de profunda tristeza.
–¿Y como es que nunca había oído hablar de usted?
León se encogió de hombros con expresión desinteresada.
–Conozco a tu padre desde hace dos años. Perdón si fue muy violento nuestro encuentro de hace un instante, es que decidí quedarme hasta que volvieras, por cualquier eventualidad.
–Gracias –murmuró ella mientras asentía. Se encontraba cabizbaja–. Puede quedarse esta noche si así lo desea –dijo sin ganas.
–Lo sé –contestó el hombre con seguridad. Hacía gestos cordiales con la cabeza mientras aferraba su taza, y cada tanto se enrulaba el bigote derecho. Por primera vez entonces, Nina alzó la mirada y se encontró con sus ojos:
–¿Qué le pasa a mi papá?
–Creo que es un principio de gripe, pero no estoy seguro. El médico quedó en venir mañana.
–Ah…
–Y a vos, ¿qué te pasa?
León había comenzado a inspirarle confianza, pero todo lo que quería hacer Nina en ese momento era irse a dormir para ver si así lograba menguar la espiral de sus pensamientos. Intentó salir de la situación:
–Pasa que… hoy me comprometí. Me voy a casar.
–Si esa expresión es la que vas a tener en tu boda, por más que te vistas de blanco la gente no va a saber si sos una novia o una viuda –dijo León con ironía. Pero su semblante parecía preocupado–. Supongo que tu aspecto desalineado y el estado de tu ropa tampoco me concierne…
Nina no quiso ser descortés, así que se puso de pie e hizo una reverencia.
–Con permiso, ya es mi hora de dormir.
Mientras se alejaba en dirección a la puerta, León le dijo:
–Entonces menos mal que no fue tu padre quien escuchó lo que dijiste al entrar, ¿o no? –expresó con total serenidad.
Ella se detuvo un momento, y luego sin mirar atrás volvió a emprender la marcha. Se metió en su alcoba y cerró la puerta.

Contratiempos
Soñó algo que no pudo entender, pero sin dudas tuvo que ver con él. Despertó con los primeros rayos de sol de la mañana, que penetraban en diagonal a través del vidrio, con la forma que le daban las hojas del árbol que crecía junto a la ventana. El canto de un pajarito que se posaba en aquel árbol comenzó a entremezclarse con su sueño, y terminó de despertarla el sonido de los baldazos de agua sobre la vereda, seguido por la fricción de las cerdas de la escoba sobre las baldosas. Sus sábanas olían a jazmín. Se despertó increíblemente contenta.
Se levantó de un salto y corrió hacia la habitación de su padre, golpeteando los cerámicos del suelo con sus pies desnudos. Abrió la puerta de par en par y allí estaba él, sentado sobre almohadones colocados en el respaldo de la cama, y con la bandeja del desayuno en el regazo. El sol que le daba en la espalda, su pelo largo y canoso, su mentón cuadrado y su expresión solemne, le daban cierto aspecto de rey león.
–¡Buenos días, princesa! –le dijo con su voz profunda, y le dirigió una sonrisa que le dio aún más solemnidad.
Tuvo tiempo de correr la bandeja antes de que ella se le arrojara encima.
–¡Buenos días, papá querido! –dijo frotando su cabeza contra su pecho. El viejo rió, y le acarició la frente con la barba pinchuda.
Sólo entonces la joven notó que el hombre del día anterior se encontraba sentado en una silla a la izquierda de su padre.
–¿Cómo dormiste, princesa? –dijo el anciano acariciándole dulcemente la cabeza–. Papá durmió más o menos. Está todo viejo, todo enfermo…
Nina no le contestó, se había ensimismado observando a León.
–Buenos días, Nina –dijo él. Ella le respondió el saludo moviendo la cabeza una vez.
–Así que ya se conocieron ustedes dos…
–Sí, Emilio. Anoche me quedé esperándola en el recibidor. Se asustó mucho cuando me vio y no me reconoció, la pobre –hizo una pausa– ¿Por qué no le contás a tu papá las buenas nuevas? –concluyó, en un tono que denotaba cierto sarcasmo.
–¡Ah sí! –le respondió ella sin ánimos. No podía borrarse del rostro esa expresión de estorbo cada vez que lo contemplaba. Se volteó hacia su padre, y aferrándole la camisola, le dijo muy seria:
–Me comprometí con Camilo, papá. Ayer.
El anciano reaccionó con sorpresa, e inmediatamente lo invadió la felicidad. Al verlo, a ella le pasó lo mismo, y olvidó la incomodidad que le producía la presencia de aquel hombre. La crisis que se radicaba en su interior tampoco reflejaba la expresión de alegría con la que su padre y ella celebraron ese momento.
–¡Felicidades, hija mía! Me hiciste emocionar.
Ella sonrió. Don Emilio continuó:
Me hacés tan feliz, princesita, y estoy tan contento… En cuanto me recupere un poco voy a ir a visitar a tu futuro suegro, ¡hace meses que no veo a ese miserable! –rió– Él y yo somos amigos desde hace años, ¿te lo había contado?
–Sí, papá, muchísimas veces –respondió Nina, sin poder borrarse la sonrisa forzada del rostro, la única herramienta que poseía para demostrarle a su padre que estaba feliz, mientras se moría por dentro. León la observaba en silencio, y con expresión enigmática.
–¡Qué bueno! –dijo el viejo dos veces, y la volvió a abrazar–. Mi querido amigo León, yo creo firmemente que de entre todas las cosas que el Señor me dio en esta vida, nunca me bendijo tanto como el día que me confió a este ángel. Mírela bien: es un modelo de pureza y felicidad. Valiente, sincera, y entregada a los modales puritanos. Si me preguntan, ¡yo estoy orgulloso de que mi hijita haya encontrado el amor!
Nina se sintió verdaderamente mal, indicio de que las palabras del anciano eran ciertas. La culpa no la dejaba en paz, e intentó cambiar de tema.
–¿Vino el médico ya?
–Sí, hoy más temprano –contestó León–. Es gripe, efectivamente. Le dio unas recetas y dijo que lo cuidemos, que debe hacer reposo y que no es bueno que se estrese, porque podría empeorar el cuadro. Va a volver en la semana para ver cómo avanza –concluyó, y le dio dos palmadas en la mano al enfermo.
Nina no le dirigió la palabra, en vez de eso abrazó a su padre con entusiasmo.
–Me alegro de que todo esté bien entonces –exclamó frotándole la espalda–. Te dejo terminar de desayunar y me voy a vestir.
–Está bien, princesa. Mañana o cuando me encuentre mejor comenzaremos a planear tu boda –le contestó Don Emilio.
Ella sonrió otra vez con expresión triste, y abandonó la habitación.
En el camino escuchó el ruido de un golpe seco, proveniente de su alcoba. Pensó que se trataría de Magdalena limpiando y moviendo los muebles.
Pero cuando llegó, la habitación estaba vacía. Comenzaba a preguntarse de dónde podía haber provenido aquel sonido, cuando vislumbró a través del vidrio un proyectil negro que volaba hacia ella, y daba de lleno en el cristal sin romperlo, para volver a caer al suelo.
Sin perder un instante abrió la ventana de par en par.
–¡Nina! ¡Escuchame! –aulló el joven con desesperación.
Era Camilo.
–¡Silencio! –le respondió en un susurro audible–. ¡Mi padre está enfermo y tiene que descansar! –le explicó; y sin embargo ella sabía bien que si al joven se le ocurría armar un alboroto, peligraría su secreto mejor guardado. Su presencia en aquel lugar era una bomba de tiempo, así que decidió que debía echarlo cuanto antes.
–Amada mía, ¡me estás lapidando el alma con este silencio, como yo lapido tu ventana! Decime, ¿por qué te fuiste? ¿Por qué huiste de mí? Puedo entender que te hayas ofendido, pero tu actitud sigue llenándome de desconcierto. ¡Bajá, por favor, para que podamos hablar!
Camilo se veía triste y desesperado. Nina estaba un tanto conmovida, pero aquella imagen había terminado de acabar con los últimos vestigios de su adoración hacia él. Tomó, a pesar de su inmensa piedad, la salida que le fue conveniente.
–No puedo bajar, Camilo, estoy ocupada.
–¡Ah! Ahora me llamás por mi nombre con sequedad. No sé si me aniquila más esta barrera fría que pusiste entre nosotros, o la incertidumbre de saber si el amor que sentís por mí sigue intacto.
–Amado mío, por favor, tenés que entenderme. Mi padre está en cama, estoy preocupada y quiero estar pendiente de él. Pero te prometo que si venís mañana, voy a bajar y vamos a poder conversar…
Nina seguía hablando desde la ventana. Se imaginó la respuesta de Camilo: una especie de vacilación que terminaría por decir que acababa de romper su corazón. Pero no fue eso lo que ocurrió.
El joven no le respondió, porque no pudo. Pequeñas lágrimas comenzaron a rodar tímidamente por sus mejillas hinchadas. Se sonrojó, avergonzado, y caminó hacia atrás unos cuantos pasos antes de echarse a correr calle abajo.

Confrontación
Al día siguiente, Camilo la visitó incluso antes de que se levantara. Nina estaba soñando otra vez con aquel joven a quien parecía adorar cada día más, cuando fue despertada por los golpes de las piedritas que su prometido arrojaba a la ventana.
Tardó unos minutos en despabilarse, pero ni bien se asomó, él le dijo:
–¡Ya sé lo que ocurre Nina, y tiene que ver con ese patán!
Ante estas palabras, ella tragó saliva.
–¿De qué estás hablando?
–De mi amigo, el que te humilló en la taberna. ¡Pero puedo hacer que el venga hasta aquí y te pida perdón de rodillas! ¡Juro que lo haré!
–¡Ah, es por eso! –respondió con un suspiro de alivio–. Te lo agradezco, pero ya no me siento ofendida.
–¡No! Decíme, por favor, que es por eso que estás tan ausente, que es por eso que te alejás tanto de mi presencia. O si no, explicame tus motivos, ¡pero por favor no me digas que ya no me querés!
–Camilo, bajá la voz, ¡que te va a oír mi padre! No puedo hablar ahora, acabás de despertarme y estoy en ropa de dormir.
–¿Esa es tu respuesta? ¿Ni siquiera sos capaz de recibirme por compasión? Mirá como estoy: sucio y desalineado, ya dejé de comer, casi no logro dormir, ¡y si duermo tengo las peores pesadillas!
Nina apretó los labios y se quedó callada, pensativa.
–No tiene piedad de mí ese silencio, ¿es que te gusta verme llorar? Podría golpearme, y así podría complacerte. Pero no me hagas daño en el orgullo, ¡porque duele mucho más! Me voy ahora, pero volveré a buscarte –habiendo dicho esto comenzó a marcharse, pero Nina lo detuvo.
–¡No te vayas!
Él se dio la vuelta. Aquella reacción sorpresiva ante su partida le dio ánimos para hacerle la pregunta que tenía atragantada.
–Nina, ¿vos todavía me querés?
La joven se sentía una verdadera arpía por estar hiriéndolo de esa manera, así que decidió pensar bien lo que le diría.
–¡Sí, amor mío, por supuesto! El problema en realidad es por aquel joven amigo tuyo, el que mencionaste al principio…
–¡Aleluya! Al fin una respuesta, no sabés lo aliviado que me siento –exclamó refregándose el sudor de la frente–. ¿Estás hablando de Roger? Mi amigo Roger no es un problema, es decir, es un problema que tiene una solución. Ya te dije que puedo hacer que se disculpe…
Y continuó hablando. Pero Nina ya no lo escuchaba, todo lo que sonaba en su mente era esa palabra: Roger. Era como música clásica para ella. Ahora que sabía el nombre de su amado, se sentía más cerca de él y sus esperanzas renacían a cada instante.
Sus pensamientos se obnubilaron de repente, el mundo a su alrededor parecía desaparecer ante la pronunciación de aquellas dos sílabas. Cada pulgada de su cuerpo palpitaba al ritmo su nombre: ¡Roger! ¡Roger! Había logrado terminar de perderse por completo.
“Ay, ¿que será de mí?” pensó, y cerró la ventana. Sin darse cuenta, había dejado a Camilo hablando solo.
Varios días transcurrieron así. Ella se levantaba después de haber soñado con él toda la noche. La gripe de su padre no avanzaba ni retrocedía, y la situación de ella tampoco, pero por lo menos el anciano estaba tranquilo.
Ese hombre calvo y extraño seguía deambulando por la casa. Se ocupaba de todo: pagaba los impuestos, cuidaba a Don Emilio, daba órdenes a Magdalena y tomaba todas decisiones necesarias.
Nina desayunaba, almorzaba y cenaba en la mesa con él. Hablaban algunas veces de Don Emilio, otras de música y literatura, y hasta ahí generalmente llegaban sus temas de conversación. Cuando terminaban de comer, cada uno se abocaba a lo suyo.
Camilo no interrumpía sus visitas. Cada día religiosamente a la misma hora, Nina escuchaba las piedras chocar contra su ventana. Cuando eso ocurría solía salir, y empezar a dar excusas sin sentido que terminaban por confundir más al joven.
En todos los días que habían pasado, Nina no se había detenido un momento para intentar explicarle concretamente la situación, o pensar en un plan que pudiera ahuyentarlo en forma definitiva. En vez de eso, sólo vacilaba, se contradecía a sí misma, se quedaba sin palabras. Camilo le hablaba siempre con expresiones dramáticas y terminantes, que lo hacían parecer un hombre en agonía.
Tan cotidiana se había vuelto esta escena, que el carnicero, la pescadera, e incluso un linyera que solía frecuentar la cuadra, se habían acostumbrado a asomarse siempre a la misma hora sólo para escuchar la discusión melodramática. Mientras tanto, puertas adentro, nadie estaba enterado de lo que le ocurría a Nina. O eso parecía.
–Nina, hoy quiero tocar un tema delicado con vos –le había dicho León en medio de un almuerzo–. Comprenderás que tu padre es viejo, y ahora que está enfermo, bueno… Es muy probable que no se quede mucho tiempo más con nosotros.
Ella lo observó con enfado.
–Estos últimos días, más que nada estuviste a mi cuidado y me siento en cierta forma responsable por vos –continuó él–. No quisiera que te pasara nada malo, ¿me comprendés? En resumen, creo que hay algo que te preocupa y me gustaría que me contaras de qué se trata. Digo, si es un problema, seguramente tiene una solución, ¿no es así?
Pero cuando levantó la cabeza, Nina se había ido del comedor.
La joven no había vuelto a salir de su hogar por miedo a enfrentar su destino, y seguía pensando en Roger cada día que pasaba.
Comenzaba por imaginárselo, y pensaba en todas las cosas que le gustaban de él. A pesar de haberlo visto una sola vez, le parecía un hombre maravilloso, que transmitía madurez y seguridad, pero en el fondo tenía una personalidad oculta muy dulce y sensible.
Se pasaba las horas de su día imaginándolo a su lado. Era lo último en que pensaba al acostarse, y lo veía al levantarse siempre junto a ella. Soñaba despierta con él pisándole los talones a cada instante, compartiendo sus experiencias, y enfrentándose juntos a un destino en común. Sentía que le hablaba como respuesta a cada uno de sus pensamientos. Reían juntos, él hacía comentarios con su voz severa y al mismo tiempo musical, y esa misma voz se pasaba el día susurrándole al oído incontables y preciosos elogios.
Como un aplacante de su profunda soledad, imaginaba todas estas cosas y se reía hasta casi no poder soportar sus propios accesos de felicidad. Después ideaba planes infantiles para lograr su cometido. Quería aparecerse por la taberna, y una vez allí, sin duda alguna él se fijaría en ella y comenzaría a amarla, y entonces ambos podrían estar juntos para siempre.
Llegó el día en que descubrió que su pasión verdaderamente no tenía límites, y sintió una necesidad irreprimible de contárselo a alguien. Empezaría por Camilo.
Se despertó muy temprano la mañana siguiente, teniendo aún estos pensamientos en la cabeza. Salió a recibir una vez más el melodrama de su amado.
Aquel día, casualmente Camilo había adoptado una actitud tan madura, que Nina había quedado sorprendida. Estaba bañado, prolijo y bien vestido por primera vez en más de una semana. Comenzó sentándose formalmente en la escalinata, y luego con aire solemne le preguntó:
–¿Cómo te encuentras el día de hoy, querida?
–Bien –respondió, y fue lo único que pudo decir al respecto–. Estoy asombrada, te veo con más ánimos hoy.
–Estuve pensando mucho anoche, y creo que la respuesta a esta crisis es muy simple.
“Va a dejarme”, pensó Nina, y se estremeció. Porque aunque fuera este su deseo desde un principio, su corazón era inmaduro y egoísta. Camilo continuó.
–Me di cuenta en estos últimos días que tenés ya suficientes problemas, y lo que estás pidiendo de mí es tiempo para reflexionar sola. Bueno, si querés puedo dejar de venir tanto, voy a hacerte sólo una pequeña visita de vez en cuando. Podemos volver a vernos seguido después de que ordenes tus pensamientos, y aplazar nuestro casamiento por tiempo indefinido… Claro, todo esto, sólo si estás de acuerdo –concluyó de hablar, y la observó expectante.
Ella se había decepcionado. Su vida entera parecía estar en un impasse que cada vez se asemejaba más a un estresante calvario sin solución.
–Puedo pasar mañana –continuó él–. Así tenés tiempo para pensarlo esta noche, ¿qué opinás?
Ella no contestó, estaba petrificada. Tenía en su rostro esa expresión que requiere el acto de juntar coraje.
–Bueno, ¡que así sea entonces! –exclamó Camilo con alegría fingida–. Me voy yendo. Quiero que sepas que pase lo que pase te voy a entender y respetar. Siempre me vas a tener a tu lado, como un fiel esposo, y nada de lo que digas o hagas va a hacer que yo deje de amarte como…
Y no pudo continuar, Nina lo interrumpió.
–¡Estoy enamorada de tu amigo Roger, Camilo! –dijo, y sus palabras salieron despedidas como una liberación del alma, como bombas que la joven había dejado caer justo sobre el corazón de su prometido.
Él la observó con asombro, durante esas milésimas de segundo que tarda el ser humano en comprender las palabras. Luego no pudo moverse más. Ahora él había quedado petrificado y en silencio, con una expresión de espasmo creciente que llenaba de horror a Nina más y más tras cada momento que pasaba. La joven decidió no quedarse a ver lo que sería de aquel desdichado, y cerró la ventana.
Sintió sus cargas más livianas por un instante. Luego se volteó y su paz se vio perturbada nuevamente. Allí, observándola fijo con expresión severa, se encontraba el hombre calvo. Su presencia era como la sombra de un monstruo gigante que cubría por completo la pequeñez de la joven.
Sin dudas, había vigilado silenciosamente su conversación entera, y no le había dicho nada aún, pero sus ojos hablaban, pedían explicaciones, regañaban, y castigaban. Ponían en duda su reputación, denunciaban su comportamiento y cuestionaban su entera persona. Nina no pudo soportar todos esos gritos inaudibles que sacudían su conciencia, y entonces habló primero.
–Ahora sí, llegó el momento de explicarte –dijo con gran determinación y dominio de sí misma. Luego se desplomó–. ¡Ay, tío León! –exclamó con actitud melodramática.
Corrió a abrazar al hombre, y hundió la cabeza en medio de su pecho. Las lágrimas comenzaron a mojar su suéter azul. Él cambió la expresión de su rostro severo, y la hizo compasiva y contenedora. Sentó a la joven en el borde de la cama, y le tendió el vaso de agua que tenía en la mano.
–Cuando quieras –le dijo suavemente, y la rodeó con su brazo.
Y ella le contó toda esta historia, de principio a fin: cómo siendo aún ingenua se había enamorado y comprometido con Camilo, cómo luego de eso había conocido al hombre de sus sueños y había comenzado a experimentar un cambio interno. Él la escuchó con atención, sorprendiéndose de tanto en tanto y dejando salir exclamaciones comprensivas.
–Pero no cambié, no crecí. Hay cosas que no sé cómo manejar –dijo mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas–. Sólo sé que encontré al joven con el que me quiero casar, pero ¡ay de mí! ¡Hay tantas trabas y peligros en el camino hacia él!
El hombre la abrazó más y le acarició la cabeza, mientras ella seguía llorando en silencio, y susurraba:
–¿Qué debo hacer, tío León?
–Primero tenés que tranquilizarte. Tenés que convencerte de que esto no es culpa tuya, que los errores a tu edad no existen y sólo son formas de aprender, y como te dije antes, no hay problema que no tenga una solución. ¿Está bien?
Ella contestó con un movimiento de cabeza.
–Después tenés que tomarte un tiempo para meditar y descansar.
–¡Eso es lo que estuve haciendo! Pero nada se me ocurre, nada…
–Sí, e hiciste muy bien. Pero el último paso –y el más difícil– es confrontar tus problemas. Eso es lo que tenés que hacer ahora. Siempre surge la manera si se piensan las cosas con cuidado, así que después de planear una buena estrategia, tenés que ir al lugar donde se encuentra ese muchacho, tomar tu propia vida de los pelos y decirle: “Así es como quiero que seas”. No depende de él ni de mí, ni de nadie. Sólo de ti.
El rostro de Nina se iluminó ante tales palabras. Aquel hombre del que poco sabía comenzó a inspirarle una infinita confianza.
–¡Sos un gran consejero, tío! Te debo miles de gracias, ahora con tu apoyo me siento más encaminada.
–¡Pero hijita, para eso estoy! –le respondió, y le brindó una sonrisa tétrica.
–Por favor, no le digas nada de esto a papá. No quisiera causarle más problemas. Tenés que prometer que no le vas a contar nada, ¿lo prometés?
–¡Sí, mi querida! –exclamó, y levantó una mano–. Juro solemnemente que mantendré mi palabra, y de no ser así que se me caiga todo el pelo de la cabeza… –concluyó, en tono de broma. Ambos rieron mucho y se abrazaron con ternura.
–Sólo tengo una duda, tío –dijo ella después de un breve silencio–. ¿Cómo conociste a papá?
Sus últimas palabras fueron interrumpidas por el sonido del timbre.
–Lo siento querida, después te lo contaré. Debo irme ahora, vino el médico.

Infortunio
Nina lloraba sin consuelo alguno, acurrucada en la puerta de la habitación de su padre. Se hamacaba inconscientemente, mientras pensaba y repensaba su vida entera.
El médico, luego de revisar a Don Emilio, había salido de la habitación para ir a dar el parte a León, que se encontraba en la planta baja. Nina, por más que lo había intentado, no había podido escuchar esta conversación. Después de media hora, el doctor se había ido, y su tío había entrado a la habitación de su padre. Ella, sigilosamente, se había apostado detrás de la puerta para poder escuchar, y luego se había arrepentido.
“¡Hablá, hombre!” había dicho el enfermo, con una mezcla de cólera y preocupación.
Nina sólo escuchó un silencio profundo después. Le siguió una especie de exclamación de dolor. Fue cuando descubrió, amargamente, que los hombres mayores también podían llorar. La quietud fue interrumpida por la sequedad de la desdicha:
–Te estás muriendo, Emilio.
El anciano guardó silencio.
–Me lo temía –contestó finalmente, acompañado de una fuerza de espíritu extraordinaria. Luego su voz se ahogó.
La pequeña Nina, en medio de su travesura, había sido tomada por sorpresa. Comenzó a llorar y dejó de oír, porque su llanto se tornó más fuerte que las palabras.
Entró a la habitación y abrazó a su padre con fuerza. Ya no le importó que notaran que estaba espiando. En medio del alboroto, apareció la criada Magdalena, y León le explicó la situación en voz baja.
Fue un súbito empujón hacia la realidad, para la niña que lloraba sin consuelo en el regazo de su padre, que a su vez se apoyaba en el regazo de la muerte. Las agujas del tiempo comenzaron desde ese instante una carrera despiadada y atroz. Todos los presentes rodearon juntos al anciano, y el lugar comenzó a vestirse lentamente de una penumbra lúgubre que se podía sentir con los ojos del alma. Aquel espectro no se borraría ya nunca más de la habitación.
Nina pasó con su padre todos y cada uno de los momentos hasta el día de su muerte. Había dejado muy atrás sus otras preocupaciones para centrarse en un problema mucho más delicado.
Colocó un colchón en su habitación y comenzó a dormir allí por las noches. De repente empezó a hablar mucho con su padre. Ambos pasaban las tardes indagándose mutuamente sobre pormenores de sus vidas, que por la costumbre, el parentesco y la diferencia de edad, habían sido pasados por alto en el pasado.
En sus múltiples conversaciones, también hablaron sobre el futuro sin que los escrúpulos les impidieran dejar asuntos sin tratar. El viejo le aseguró a Nina que no había nada que temer, que dejaría la casa a cargo de León hasta que ella cumpliera la mayoría de edad. “Ya lo hablé muchas veces con él, es mi mejor amigo y tiene mi absoluta confianza”, le había dicho.
Don Emilio había comprendido que ya no tendría la oportunidad de ver a su princesa felizmente casada, puesto que en medio de su enfermedad todos habían acordado que no era conveniente seguir con los planes de la boda, y apurar los trámites antes de que el anciano muriera les pareció cruento.
Él estaba de acuerdo: “Prefiero tenerte a mi lado en mis últimos momentos, antes que en medio de una vorágine de apuro a casarte antes de que yo me vaya”. Sin embargo, Nina tuvo que mentir un poco para contentarlo, e inventarle encuentros con su amado y sentimientos que en realidad no tenía. Quería a toda costa demostrarle que estaba feliz y enamorada. Al respecto, después de dos semanas, Camilo no había vuelto a aparecer por aquel lugar.
Las palabras del anciano siempre sonaban dulces y alentadoras a los oídos de Nina. Le daban una imagen cálida y amable de su padre, que ahondaba en su tristeza en vez de aplacarla. No pueden explicarse bien las sensaciones que siente una persona que esta a punto de perder un ser querido. Ambos disfrutaron lo máximo posible sus últimos momentos juntos, y en medio de todas las confidencias que se decían, Nina decidió que era el momento de hacer a su padre la pregunta que había acarreado durante toda su vida. Así que un día se sentó junto a él en perfecta calma, y le dijo:
–Papá, las cosas que aprendí estos últimos días de vos me llenan de orgullo. Sos un hombre maravilloso. Que tengas que marcharte, justo ahora que empiezo a conocerte, me llena de tristeza…
Él no dijo nada y la abrazó. Ambos lloraron en silencio.
–Pero hay algo te quiero preguntar, y vengo juntando coraje para hacerlo –continuó ella.
Se apresuró a hablar antes de que su padre pudiera decir algo más, y dijo con voz firme:
–¿Qué pasó con mi mamá? Y más importante aún, ¿quién es mi verdadero papá?