Capítulo VI
Don Emilio
Verde. Verde y celeste.
Empezando por el césped, que se extendía hasta donde llegaba la vista; siguiendo por las carpas militares, dispuestas de tal manera que seguían la línea de un cuadrilátero imaginario; y finalizando con los uniformes camuflados que vestían todas las almas en aquel lugar, todo era verde. Incluso también el corazón de esos hombres tal vez estuviera pintado de verde, un verde petróleo.
Lo único que cortaba con tanta verdosa espesura era el cielo. Profundo y celeste, se desplegaba sobre sus cabezas sin ostentar una sola nube, en aquel mediodía en el que el sol calentaba de manera tan triste.
“Pobre de mí, ¡mi color preferido es el rojo!” pensaba un soldado joven, mientras se cargaba al hombro su mochila verde. Muchos se distraían imaginando cómo sería su vida si fueran alguien más. Un ama de casa, un trabajador, un estudiante, las mariposas que se posaban sobre la hierba… cualquier cosa hubiese sido mejor que estar allí.
Pero él tenía ya más de cincuenta años, había estado en el mismo oficio prácticamente toda su vida, al igual que su padre y su abuelo. Estaba acostumbrado a la guerra, y podría decirse que ese era su hábitat. No tenía muchas más ambiciones, incluso dentro del ejército. Constituía una especie de fracaso para la familia, ya que contadas veces lo habían ascendido de rango. Esa sería su última intervención, y luego se retiraría.
Finalmente, después de haber cruzado todo el campo, llegó a su destino. Corrió de golpe la puerta de la tienda que le habían asignado, y fue entonces cuando lo vio por primera vez.
Las carpas eran bastante estrechas, y estaban pensadas para albergar dos personas durante un largo período. Del lado izquierdo, había un completo desorden: ropa y partes de un uniforme sin doblar desperdigados sobre las mantas, botas y diversos objetos en el suelo, una cama sin hacer y un inmenso baúl a sus pies. Del lado derecho, sólo había un catre y un colchón desnudo sobre él. En el medio de las dos camas se encontraba de pie su nuevo compañero de carpa, con expresión de sorpresa y espanto.
–Perdone usted si lo asusté –fueron las primeras palabras que le dirigió.
–Pierda cuidado –le respondió. Había reaccionado con una actitud muy sospechosa, como un criminal al que lo pescan cometiendo un ilícito. Dejó repentinamente de hacer lo que estaba haciendo al ser sorprendido por su nuevo compañero.
Éste notó aquel detalle, pero no le importó. Se limitó a apoyar su bolso en el suelo y comenzar a sacar sus pertenencias. Lentamente, fue ordenándolas de manera estricta: hizo su cama estirando las sábanas, dobló su uniforme a la perfección, lustró sus botas y puso cada cosa en su lugar. El otro soldado, sentado en su cama con los brazos cruzados, lo observaba con simpleza.
–Me gusta que sea ordenado. Es una cualidad que yo no poseo –dijo por fin.
El hombre respondió levantando la mirada de su quehacer, y observándolo con desgano.
Quien le hablaba tenía unos treinta años, era de baja estatura y contextura pequeña, de tez bien pálida y cabello bien negro. Sus ojos inmensos y su sonrisa cálida le daban una expresión soñadora. Aparte de todo eso, su lado de la carpa parecía una pocilga.
–A mi también me gusta que los demás sean ordenados –contestó con rudeza.
–Me llamo Alejandro, ¿y vos? –le expresó cambiando de tema, dejando de lado el trato respetuoso, e ignorando la observación que se le había hecho.
–Soy García… Emilio –le respondió, y aferró la palma débil y pequeña de su compañero entre sus enormes y toscas manos–, y no me gustan los excesos de confianza –agregó muy serio.
–¡Nos estamos conociendo! A mí me gusta mucho leer, tocar la guitarra y jugar al truco –le confió, en un tono que lo hizo parecer infantil.
Emilio no le respondió, se limitó a sentarse en la cama y observarlo con desprecio.
–Veo que sos hombre de pocas palabras –prosiguió Alejandro.
–No disfruto mucho de la conversación –le refirió.
–Yo no disfruto para nada estar acá –confesó sin que le preguntaran–. Este no es mi oficio –concluyó, mirando a su alrededor.
–¿Y cual es? –inquirió Emilio.
–Todavía no lo sé –le respondió, y por fin se quedó callado.
“Es un tonto, un remolón”, pensaba Don Emilio. Un asistente irrumpió en el lugar y cortó el silencio:
–Peralta, Alejandro, le toca el examen médico –vociferó, mirando distraídamente una planilla.
El joven se puso de pie, y antes de salir expresó:
–A mí no me gusta que me revisen las cosas…
Y se marchó. Emilio quedó solo, en silencio, pensando en las tareas que aún le quedaban por hacer, y dando poca importancia a las últimas palabras de su compañero. Transcurrieron así unos dos minutos. Luego, un sonido completamente inesperado lo distrajo de sus pensamientos.
–¡Bu! –escuchó, y vio de refilón algo que se movió de repente.
No pudo creer a sus propios ojos. De allí, desde dentro del inmenso baúl que se encontraba a los pies de la cama de Alejandro, había surgido una niña de unos tres o cuatro años. Ambos, sorprendidos y atemorizados, no pudieron evitar una exclamación.
Ella había querido hacer una broma, y al salir de su escondite se había topado con un extraño. Ahora se encontraba asustada y paralizada, sin saber cómo reaccionar. Él estaba en la misma situación… ¿Qué hacía una niña en un campamento militar?
–¿Esa era yo? –preguntó Nina con vivacidad, interrumpiendo el relato.
Después de enterarse de que le quedaba poco tiempo de vida, Nina se había decidido finalmente por preguntarle a su padre sobre sus verdaderos orígenes. El anciano se había negado rotundamente en un principio, pero luego había cedido considerando la situación.
Advirtió que no era una historia agradable, y comenzó hablando en forma escueta, soltando las palabras a medida que avanzaba en la narración. Se había procurado un viejo diario íntimo que tenía guardado en uno de sus cajones, y lo consultaba cada vez que necesitaba darle un pequeño estímulo a su memoria.
Los demás se habían ido acercando de a poco. León se había acomodado junto a ellos, y habían invitado a Magda a sentarse después de verla escuchando desde la puerta.
–Sí, Nina, esa pequeña traviesa eras vos –le contestó Don Emilio–. Ni cuatro años tenías, y ya le habías causado los peores problemas a tu padre.
–¿Mi padre?
–En fin… ¿Dónde me había quedado? Yo no supe reaccionar de ninguna forma cuando te vi por primera vez, hija. Fuiste algo inesperado. Pero recuerdo que después de interactuar cinco minutos con vos, ya te habías convertido en algo especial. No puedo explicarlo, nunca tuve el instinto de padre, y sin embargo a medida que te fui conociendo supe que quería verte crecer, y arroparte cada noche hasta el fin de mis días... ¡Y lo logré! –exclamó, y guardó un breve silencio. Pasó la mano con suavidad sobre la mejilla de Nina, mientras la observaba con ternura.
Después continuó con el relato:
–Cuando logré reponerme, traté de hablarte. Aún sin dar aviso de que te encontrabas ahí, quise sacarte información. Te pregunté tu nombre, tu edad, y de dónde venías, pero en un principio no quisiste contestarme. Entonces me relajé un poco para inspirarte confianza. Finalmente, logré sonsacarte que estabas ahí porque te había llevado tu padre, que dormías en aquel baúl, y tenías que jugar a esconderte de las demás personas…
«Alejandro volvió a la carpa un cuarto de hora después, y cuando observó la escena… ¡Literalmente se quiso morir! Se puso pálido y se agarró la cabeza. Y claro, yo había descubierto sin querer su secreto mejor guardado. Siempre fue muy teatral y muy expresivo –recordó, bajando la cabeza con expresión de ternura–. Se tiró al suelo y me rogó de rodillas que no lo denunciara, que no dijera nada. Yo le respondí que no me interesaban sus asuntos: “Tener una niña aquí es algo absurdo, tan ridículo como un treinta de febrero, pero comprendo que para llegar a tal extremo usted tendrá sus motivos. Yo no sé si esta niña es su hija, o es una rehén. Sin embargo, voy a guardar silencio porque nunca fui un bocón, pero si noto cualquier comportamiento indebido con respecto a esta situación, no dudaré en hablar”, le dije. Él me dio las gracias con los ojos llorosos, y me abrazó, cosa que detesté en demasía.
«¿Cómo explicar lo que tuvo lugar en los días que vinieron? Nosotros nos ausentábamos de la carpa, entrenábamos duramente a toda hora, y al volver te encontrábamos ahí, jugando con una muñeca de trapo. Carlotta, le habías puesto. En el baúl había una manta doblada en cuatro y una pequeña almohada; ahí dormías. También te escondías en ese lugar cuando venía alguien más a la carpa, cosa que raramente sucedía. Alejandro, cuyo apellido no puedo recordar, te sacaba furtivamente a tomar aire por las noches, cosa que también estaba prohibida…
–¡Todo eso es imposible! –interrumpió León.
–¡Juro que pasaba! –contestó Emilio–. Los pocos ratos libres que tenía Alejandro los pasaba jugando con ella. Era su vida, su razón de existir. Muy pronto dejé mis libros de lado, y mis ratos de ocio también pasaron a pertenecerle a ella. Fue algo inaudito. Los tres, Alejandro, Nina y yo, habíamos conformado una pequeña familia en medio de tanta soledad.
–Papá, yo no recuerdo ninguna de estas cosas ¿Nunca le preguntaste a Alejandro por qué me había llevado ahí? ¿Acaso no tenía a nadie más en el mundo?
–Exactamente esa era la razón. Todo lo que tenían era el uno al otro. Y no le pregunté, una noche no pudo más y me lo confesó todo. Recuerdo que habíamos llegado extenuados, estábamos teniendo entrenamientos muy arduos porque en un par de días pensábamos atacar. Él te metió en tu cama improvisada e intentó hacerte dormir. Yo lo ayudé. Cuando por fin te encontraste profundamente sumida en sueños, él se tiró en la cama y empezó a llorar en silencio. Yo no le dije nada, comenzó a hablar solo: “¡No sé que voy a hacer cuando tengamos la primer batalla! Tendremos que viajar varios kilómetros, ¿con quién la voy a dejar? ¿Qué pasará si me matan?”, exclamo con dolor, y sus palabras se ahogaron. Guardó silencio unos momentos hasta que se relajó, y entonces me preguntó algo que yo no esperaba.
«“¿Alguna vez estuviste enamorado, Emilio?”, murmuró, y sus palabras sonaron como una melodía triste y hermosa. Le respondí que no. Él prosiguió. Anoté aquí en mi diario lo que me dijo, y lo voy a leer:
“Yo sí. Hace unos años no era nada más que un vago, un soñador. Pasaba los días deambulando, escribía poesías, componía canciones con mi guitarra. Mi papá tenía un almacén y siempre se quejaba de que no hacía nada. Me obligaba a ayudarlo en el negocio, pero yo no era muy bueno. Un día vino una nueva empleada a trabajar, ella era muy anciana y de clase muy humilde…”, comenzó diciendo estas palabras aún con la voz quebrada. Al llegar a este punto sus ojos negros se llenaron de un brillo especial. Suspiró con amargura, y prosiguió: “Resultó que esa mujer tenía una hija que… ¿para qué aburrirte con detalles? ¡Sólo debías verla! Ay, si la hubieses conocido, me creerías si ahora te dijera que parecía un ángel. Su cabello largo color ocre caía como una cascada, su cintura era tan pequeña que daba placer aferrarla, ¡sus senos eran el paraíso! Su aliento olía a rosas, su boca era una cereza, su voz era el complemento perfecto para los acordes de mi guitarra. Podía pasar todas las horas de mis días perdido en sus ojos, verdes y luminosos… Nunca en mi vida me había sentido tan bien como cuando compartía todos mis momentos con ella, y nunca más volveré a ser así de feliz…” No pudo continuar hablando, porque volvió a irrumpir en un llanto silencioso. Yo aguardé pacientemente a que pudiera continuar. “¡Ay de mí!”, exclamó en tono de culpa, “espero no me condenes, amigo, por lo que estoy a punto de confiarte… ¡Le hice algo terrible a esa muchacha! Al amor de mi vida, la razón de mi existencia… ¡La arruiné, la rompí, quebré su espíritu!”, confesó en medio de sollozos. “¿Qué le hiciste?”, pregunté yo.
«“Eso”, contestó él, y señaló a la niña que dormía llena de paz. “Yo veo algo hermoso, no algo terrible” le dije. Él continuó: “Le arrebaté su honor. Mi padre me obligó a casarme, y luego me echó de casa. Le di mucha vergüenza. Fui a vivir con ella y su madre, que eran muy pobres. Yo pasé de trabajo en trabajo para poder subsistir y criar decentemente a mi hermosa Nina, pero no fue suficiente. Por más que me esforzaba, ¡Nunca era suficiente! Vivíamos en la miseria. Mi suegra era muy anciana como para trabajar, y a mi esposa le ocurría lo mismo que a mí. Finalmente la pobre… ¡tuvo que hacerse mujer pública!”, exclamó, y hundió su cabeza entre las piernas. “Y yo tuve que aceptarlo, de otra forma hubiésemos quedado prácticamente en la calle.” Hubo un momento de silencio prolongado, hasta que me animé a preguntarle: “¿Y dónde está ella? ¿Te abandonó?”, “No”, me contestó. “Gracias al oficio impúdico que se vio obligada a ejercer por culpa mía… se enfermó y murió.” Agregó esto último en un susurro casi inaudible, pero que yo pude comprender perfectamente.»
Don Emilio no pudo continuar leyendo, porque un papel se resbaló de entre las páginas de su diario. Lo recogió con el pulso tembloroso, y lo contempló con una expresión inexplicable, mezcla de asombro, ternura, y a la vez, tristeza.
–¿Qué es eso?
–Hija… –intentó explicarle–. Verás, tiempo después de que Alejandro me refiriera esta historia, me entregó –hizo una pausa para reflexionar–. Más bien, yo encontré esta fotografía entre sus cosas, y me la guardé.
Nina la observó con detenimiento. Era una foto vieja en blanco y negro, de una muchacha muy joven con el cabello lacio y largo hasta la cintura, vestida pobremente. Estaba de pie con las manos juntas en medio de un jardín, y la expresión de su rostro dejaba entrever una tímida inocencia.
–¡Dios mío! ¡Es igual a mí! –exclamó Nina, y comenzó a llorar amargamente–. ¡Mi mamá está muerta!
Don Emilio la acurrucó en su pecho, mientras Magdalena le acariciaba la espalda. León la observaba llorar en silencio y parecía reflexionar.
El llanto de Nina dejó de ser sumiso y se convirtió en nervioso.
–¡Alejandro! ¿Dónde está el que decís que es mi padre? ¡Exijo conocerlo! Exijo saber su nombre completo, y qué hace, dónde vive…
–Tranquila, chiquita… –Magdalena intentó apaciguarla.
Emilio, sin embargo, reaccionó fuera de sí:
–¡Tu papá también está muerto! –le gritó sin moderarse. Todos guardaron silencio, y Nina volvió a sentarse con los ojos enrojecidos.
El enfermo continuó:
–Tu abuela y tu madre murieron, tu otra familia te rechazaba. Tu padre había sido llamado por el deber. Era eso o un orfanato. De cualquier manera, era evidente que tu permanencia en aquel lugar no duraría para siempre –hizo una pausa–. Un día se metió un oficial a la carpa sin avisar, y el resto puede suponerse…
Su voz pareció entrecortarse, e intentó disimular su conmoción buscando qué decir entre las páginas de su diario.
–No voy a leerles lo que escribí sobre todo eso, ¿para qué hacer más amarga la verdad? Solamente lo último que anoté, la última página. Dice así:
«7 de Mayo. Creí haber visto una luz al final del túnel. Alejandro y la niña son lo único que considero como familia en este mundo, por eso me arriesgué, intenté salvar la situación. Querían llevar a Nina a un orfanato, por eso traté de explicarle al oficial de la brigada que esa niña era mi sobrina, que afortunadamente yo tenía una tía con la que podía quedarse, pero vivía muy lejos y no había tenido tiempo en su momento de llevarla con ella, porque mi reclutamiento había sido muy repentino. Utilicé lo mejor de mí, ofrecí un gran soborno que pude pagar por pertenecer a una familia acomodada, y gracias a eso me creyeron.
«Logré que llevaran a la niña con mi tía, pero llegué tarde. Alejandro había sido brutalmente castigado. Cuando termine mi deber aquí pienso llevar a Nina a vivir conmigo y criarla como si fuera mi hija.
Hoy Alejandro murió, a causa de las severas contusiones. Había quedado en estado grave. No lo mataron ellos, pero lo mataron los golpes. La pena que me inunda es demasiado grande como para poder plasmarla aquí, él era más que mi compañero. Yo lo amaba como a un hermano. No puedo seguir escribiendo, tengo un nudo en la garganta.»
Dejó de leer, el nudo se había vuelto a formar después de doce años.
Los cuatro presentes decidieron guardar silencio, y no hablar más sobre el tema. La verdad ya se sabía, y había sido suficiente para todos.
Nina no volvió a hablar ese día, durante la cena se mostró distante y pensativa. Se fue a dormir esa noche sin más rodeos.
Al día siguiente se levantó, y sin decir nada a nadie, se vistió con sus mejores ropas. Hacía dos semanas y media que no salía a la calle. Cerca del mediodía, apoyó sus pies sobre la escalinata de la puerta, y sintió la brisa en sus brazos desnudos. Después de haber estado tanto tiempo encerrada, parecía renacer. La atmósfera y el ruido la hicieron sentir abombada, pero aún así comenzó a caminar con pasos tímidos.
Hizo solamente un par de cuadras, hasta que divisó el bar, cruzó la calle, empujó la puerta de vidrio, y ya estaba adentro.
Se sintió muy incómoda. Allí se encontraban ellos, las mismas caras, las mismas personas ante las que había pasado tanta vergüenza aquella noche. Los ignoró a todos, porque tenía otros planes más importantes. Se dirigió directamente hacia la barra.
–¿Qué se le ofrece, señorita? –le preguntó desinteresadamente Don Basilio.
–Deme trabajo, por favor –vociferó, y sus palabras retumbaron en el silencio expectante de todos los presentes.
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