miércoles, 6 de junio de 2012

La mirada perdida

 Después de apagar tres veces el despertador, por fin logró despabilarse. Los rayos de sol inundaban la habitación y se reflejaban directamente sobre sus ojos, cegándolo con un brillo incómodo. Por la claridad y la posición de la luz, calculó que eran las once de la mañana.

“Odio los lunes” dijo para sí mismo, y recordó al instante que debería haber llegado a la redacción a las diez. De todas maneras no se apresuró. Rara vez se tomaba en serio sus responsabilidades, y su vida estaba libre de prisas y preocupaciones.

Se dio vuelta lentamente y notó que todo a su alrededor comenzaba a girar. Comprendió al instante que la resaca no le perdonaría todo lo que había bebido la noche anterior. Pero se topó con otro problema aún más complejo. Al intentar salir de la cama, descubrió que algo le estaba impidiendo el paso. Quitó las sábanas y ahí estaba: una delgada morocha completamente desnuda, durmiendo boca abajo.

Intentó hacer memoria, pero sólo pudo recordar breves momentos en que charlaba con ella en el bar. No supo explicarse sobre qué, cuál era su nombre, o qué era lo que había ocurrido después. Estos aspectos habían sido completamente borrados de su mente por culpa de unos cuantos vasos de tequila.

Se tranquilizó pensando que por lo menos era bonita, y que no le había ocurrido como otras veces.

Pero tampoco iba a perder mucho tiempo más intentando averiguar la identidad de esa chica, o qué había pasado la noche anterior. Sólo se limitó a darle golpecitos y susurrarle:

–Nena, nena… ¡levantate!

Después se incorporó lentamente y se dio una suave y relajante ducha. Se calzó sus zapatillas preferidas, unos jeans y una remera del Che Guevara color verde vivo. Pero también se colocó sobre los hombros un saco ocre grisáceo, porque no quería que dejaran de apreciar que era un hombre formal e importante.

Máximo Frías era un prestigioso y talentoso periodista del diario La Capital. 
Trabajaba allí desde hacía tan sólo tres años, pero en ese tiempo había sabido ganarse un lugar respetable, más por su buena suerte y virtudes innatas que por sus conocimientos, su perfeccionismo o su responsabilidad. de hecho, estas últimas cualidades eran inexistentes en el joven comunicador.
Pese a que se le habían estipulado horarios fijos en la redacción, los había reorganizado cómodamente según su conveniencia. Más bien, en base a su personalidad errática: iba cuando le daba la gana. Como trabajador, debía estar siguiendo una rutina, y sin embargo vivía cada día de una manera distinta.

Sorprendentemente, esta era una actitud que nadie se atrevía a corregir ni a criticar. Sus superiores lo cuidaban y respetaban como a un eslabón de oro, porque tenían en claro que su capacidad para el oficio no sería hallada en ninguna otra parte.

Máximo vivía solo en un lujoso departamento ubicado en el centro de la ciudad, en el que muchas mujeres entraban y salían, pero ninguna se quedaba más de una noche.

Por supuesto, esta situación se producía acorde a su mentalidad de Don Juan. Desde que tenía uso de razón, jamás había soñado con tener una esposa o ser padre de familia.

Las chicas significaban para él tan sólo otro lujoso elemento decorativo en su departamento. Cuando sus amigos sentenciaban que su debilidad eran las mujeres, él solía responder: “No tengo debilidades. Las mujeres son sólo un pequeño placer, igual que un poco de crema sobre el café.”

Siempre solía afirmar que moriría soltero, tal vez en una enorme mansión, rodeado de jóvenes modelos.

Quienes apenas lo conocían, no hubiesen podido creer que, años atrás, Máximo había tenido una novia. Sus amigos más cercanos la recordaban como una relación desatinada, bastante fugaz y, sobre todo, superficial. De cualquier manera, Máximo nunca hablaba sobre aquella etapa de su vida. Tan sólo constituía para él una desviación que no debía volver a cometerse.

La noche en que comenzó la pesadilla, él aún no la había conocido. Se había separado de su grupo de amigos, y de repente se encontró dando vueltas, solo y con un trago la mano, en el último piso del boliche más grande de la ciudad. Fue el momento en que la vio: una mujer increíblemente hermosa, bailando sola contra una columna.

Al instante se paró frente a ella. Estaba un tanto borracho, y había fumado marihuana, por lo cual consideró oportuno ser breve.


  –¿Me das un beso? –le dijo simplemente.

Alto y con mirada penetrante, enormes brazos, y una voz sensual, Máximo poseía todas las cualidades de un hombre al que pocas mujeres eran capaces de resistirse. Muchas se enamoraban perdidamente de su rebeldía, y sin embargo, eran tan sólo un vicio más para él.

La joven lo observó detenidamente, y después murmuró “bueno, está bien”, antes de conceder su deseo.

Esa noche, lejos de ser igual a las demás, quedó grabada en la memoria de Máximo como escalofriantemente perturbadora y tétrica.

–Vayamos a mi casa –le había dicho ella. Su nombre era Claudia, y Máximo lo recordó cuidadosamente, porque se prometió nunca volver a cometer ese error.

La muchacha vivía con su padrastro en una pequeña ciudad aledaña, la cual tenía fama de albergar muchas familias de clase baja, en zonas que constituían un paraíso para los delincuentes.

Apenas llegaron a su morada –que se asemejaba más a una tapera que a una casa–, ingresaron en la sala principal y comenzó a abrirse una enorme puerta lateral. Pero como estaba rota y fuera de sus ejes, la persona que se encontraba del otro lado debió hacer un esfuerzo mayúsculo para poder correrla. Cuando por fin lo logró, el golpe brusco provocó que una enorme mata de polvo se liberara por los aires.

Del otro lado apareció un hombre de mediana edad, desalineado y en calzoncillos. Al ver a su hijastra con un desconocido dentro de la casa, todo lo que hizo fue volver a cerrar la puerta.

Máximo miró a su alrededor: el lugar era prácticamente una pocilga. Había decenas de elementos fuera de su lugar, una montaña de platos sucios y con comida en mal estado, basura en el suelo, manchas en las paredes, vidrios rotos y un aroma nauseabundo que no dejaba respirar.

Y en la habitación de Claudia, el panorama no mejoraba. Su cama tenía un colchón extra–delgado, con un hueco hundido en el medio. Las sábanas tenían manchas, pero Máximo no se sentía con ánimos de identificar de qué fluido corporal provenía cada una de ellas.

Las circunstancias eran decepcionantes, pero al valiente periodista no le gustaba irse del baile sin haber destrozado la pista primero. Bajo el título de Señor de la Noche, le gustaba salir en busca de aventuras, y correr riesgos absurdos sólo para sentir un poco de adrenalina.


Más tarde se confesaría a sí mismo que aquella noche experimentó el verdadero temor de despertar, después de hacer el amor, en una bañera llena de hielo y sin sus riñones. Sin embargo, sin más preámbulo, se quitó la ropa; y lo siguiente se convirtió, gracias al efecto del alcohol y el paso del tiempo, en una mezcla de recuerdos confusos grabados en su memoria.

Una vez que estuvo exhausto, intentó reacomodarse junto a ella en esa cama de una plaza, sobre algo que era más parecido a un cubrecama que a un colchón.

En ese instante se volteó para observarla, y fue cuando lo notó por primera vez. La miró a los ojos detenidamente de cerca, y percibió que había algo extraño en ella.

La tenue luz de luna que entraba suavemente por la ventana iluminaba sus rasgos lo suficiente como para que cualquiera pudiese percatarse de aquello.
Su mirada estaba perdida, como si se hubiese vaciado su alma. Sus ojos, negros como el azabache y desoladoramente profundos, no expresaban emoción alguna. No era indiferencia, tampoco era dolor o tristeza, y definitivamente no era placer ni satisfacción.

En algún rincón de su mente, él sintió la certeza de que dentro de ese cuerpo ya no había un espíritu. Sólo una cosa era segura: su capacidad de sentir se había perdido. Había sido abandonada como un niño en la tormenta, y jamás sería hallada de nuevo.

Aquella expresión provocaba en Máximo una sensación de pena y horror indescriptible. Incluso intentó contárselo a los demás, o manifestarlo a través de sus textos, pero nunca fue capaz de encontrar las palabras.

Ella continuaba observándolo sin emitir sonido alguno, encandilándolo con ese abismo negro que reflejaban sus ojos, en el que tenía miedo de tropezar y caer. Por eso decidió romper el hielo.

–¿Te pasa algo? –balbuceó, y la acarició con temor. Ella dijo que no con la cabeza.

–Hay algo que nunca te conté –susurró, por fin–. Yo estoy muerta.

Máximo lanzó una risa nerviosa.

–¿Ah, sí? –la palpó cuidadosamente– ¿Sos un fantasma?

–No, no es eso –respondió Claudia con una serenidad imperturbable–. Mi cuerpo vive, pero estoy muerta por dentro.

–¿Qué decís? ¿Me estás hablando en serio o es un chiste? ¿Por qué decís eso? –masculló alterado.

–Ya no importa, fue hace mucho tiempo.

–¡Esto no es para nada gracioso!

–Lo gracioso es que no me creas… –le respondió, con el mismo desinterés.

Lejos de confiar en sus palabras, el casanova prefirió pensar que la muchacha había enloquecido, y le ayudó a confirmar su teoría una seguidilla de testimonios que ella misma le confió. Entre ellos, que además de estar muerta también podía ver fantasmas. Espíritus de gente que se detenían frente a su cama y le preguntaban la hora.

“Esta película ya la vi”, pensó él, y dándose media vuelta se dispuso a dormir. Sin que nadie la escuchara, ella continuó relatando historias de acontecimientos inusuales y sin sentido, que no lograban más que poner al descubierto su evidente insanía mental.

Al día siguiente Máximo se levantó temprano y huyó en un remís. El episodio le había parecido extraño, pero lo recordaba con humor.


Su vida transcurrió con normalidad durante más de un año. En ese tiempo conoció a Ivanna, y creyó estar enamorado. Cuando todo terminó, volvió a retomar sus “andadas”, como llamaban sus amigos a su vida entregada al vicio.

Después de muchas noches perdidas, con itinerarios sin sentido, borracheras que demolían su cuerpo y mujeres hermosas que iban y venían, Máximo volvió a vivir un episodio que lo obligó a recapacitar.

En otra de sus habituales noches de aventura, él y sus amigos decidieron salir a conocer un lugar distinto. Después de mucho viajar y recorrer, terminaron en un antro ubicado en el corazón de los suburbios, donde se podía acceder fácilmente a todo tipo de diversiones e ilegalidades.

Allí conoció a una camarera muy hermosa llamada Julia. Ella quedó cautivada por sus encantos masculinos desde un primer momento. Sin embargo, el joven galán no estaba muy inspirado aquel día, por lo que no se apresuró a tomar la iniciativa.

Ambos charlaron animadamente durante horas, luego no pudieron resistirse más, y se robaron mutuamente un cálido y apasionante beso. Alrededor de las cinco de la mañana, Máximo decidió llevarla a su departamento.

Mientras viajaban en el auto, Julia comenzó a llorar sin motivo. Antes de que él pudiese mediar palabra alguna, ella comenzó a relatarle todas sus penas. Le contó detalles de su vida íntima, desde la muerte de su padre hasta los golpes que le propinaba su padrastro a su madre frente a sus ojos, incluyendo su infancia turbulenta, en medio de una cruda pobreza. Le confió todas sus frustraciones amorosas, y le contó los pormenores relacionados con su empleo y su sueldo deplorable.

El desconsuelo de la joven camarera comenzó a acrecentarse hasta convertirse en un incontrolable ataque de pánico, colmado de lágrimas y sollozos. “Mi hermano y yo no podíamos comprarnos zapatillas para ir a la escuela”, fue una de sus exclamaciones.


Máximo se limitó a observarla estupefacto. Por más que lo intentaba, no atinaba a realizar ningún movimiento, ni a esbozar alguna palabra que pudiera calmar a Julia y –a su vez– rescatarlo de aquella situación. Inmediatamente comenzó a sentir lástima por ella, pero su perspectiva no impidió que finalmente durmieran juntos esa noche.

–¡No me llamaste! –le recriminó ella el sábado siguiente, al reconocerlo mientras llevaba un pedido hacia una de las mesas. Los amigos del joven periodista habían decidido salir al mismo lugar, porque la noche anterior habían conseguido más mujeres que en cualquier otro bar.

–Perdoname, es que estuve muy ocupado –le respondió él.

–¡Me pasaste mal tu número de teléfono, y encima no me llamaste! –insistió Julia, y se mostró tan tensa que, al instante, la bandeja se le resbaló de las manos y las copas y botellas de vidrio se hicieron añicos en el suelo.

Al arrodillarse para levantar el desastre, se manchó el delantal con la suciedad que había en el piso, la cual en combinación con el líquido de la cerveza, formaba una especie de barro. Acto seguido, comenzó a refregarse la mancha con los dedos, pero al hacerlo se agachó demasiado y desde su bolsillo cayeron decenas de pequeñas monedas de un peso. Al instante, muchos comenzaron a juntarlas y a guardárselas en sus propios bolsillos.

Ella se puso tan nerviosa que comenzó a sollozar, y sin querer se clavó un par de vidrios en las rodillas. Sin poder creerlo, se sentó a un lado a lamentarse, repitiendo “no puedo más, no puedo más”.

Máximo no había cesado de mirarla un minuto, con expresión perpleja, desde una de las esquinas del local.

Fue entonces cuando comenzó a sentir una extrema piedad, que rápidamente se convirtió en lástima. La situación le producía rechazo, percibía la actitud de la muchacha aún más patética que en el episodio de drama que había montado dentro del auto. Por más que tuviera un bonito cuerpo, el galán consideraba que hablar de ese tipo de traumas en una primera salida, era algo que no podía hacer sentir cómodo a ningún hombre que estuviese en sus cabales.

Una brusca maniobra lo distrajo de sus pensamientos:

–¡Te conté cosas sobre mí, cosas muy fuertes, secretos muy profundos, y me usaste! –vociferó Julia mientras lo arrinconaba violentamente contra la pared.

Casualmente ese movimiento los colocó a ambos bajo un haz de luz, en medio de la penumbra que reinaba en torno al bar. En ese momento, él pudo apreciarla bien, y notó con horror que ella también poseía esa mirada. La misma que Claudia, la joven que había conocido años atrás, con ojos negros y una expresión sumamente penetrante, fría y perturbadora.

Máximo se escapó corriendo de ese lugar, y no quiso enterarse más de nada relacionado con aquella chica.

De camino a casa, se sumió en sus propios pensamientos.

¿Cómo podía ser que ambas muchachas, sin conexión aparente, tuvieran tanto en común? Tanto Claudia como Julia habían sido criadas en los barrios bajos. Eran mujeres de clase trabajadora, con una educación exigua que no superaba el nivel secundario, un grupo familiar hecho pedazos, y sobre todo muy baja autoestima. Ambas pertenecían a esa clase de chicas que cualquier hombre puede conquistar fácilmente si cuenta con una billetera llena, o con una simple mirada cautivadora.

Pero lo más importante, aquello que más le quitaba el sueño, era la idéntica expresión de horror que se manifestaba a través de sus semblantes, depositado muy profundamente dentro de sus entrañas.

Fue entonces cuando se decidió: comenzaría una investigación por cuenta propia. Algún maleficio o hecho desafortunado relacionaba a esas dos jóvenes; sus miradas no podían ser idénticas por pura casualidad.

Comenzó a frecuentar cada vez más asiduamente los bares lúgubres de los barrios pobres, enredándose con mujeres de la más baja calaña con el único objetivo de encontrar alguna pista que lo ayudara a develar el espeluznante misterio. Para su sorpresa, en un período de seis meses halló otras cinco muchachas en las mismas condiciones. A cada instante podía percibir en ellas un profundo vacío y un sombrío dolor proveniente desde lo más profundo de su espíritu. “Los ojos negros del horror” o “la mirada perdida”, eran las denominaciones con las cuales se refería a este síndrome.

Lentamente fue obsesionándose en descubrir las paradojas de cada una de aquellas chicas, a quienes había adoptado como sus objetos de estudio. Les tomaba cientos de fotos con su cámara, sólo para comprobar que el oscuro poder de su mirada también podía percibirse a través de una lente.

Además, había comenzado a notar que su persona constituía una especie de halo de potente luz, cuya función era atraer y guiar a aquellas almas en pena.

Se perdió en medio de hipótesis, premisas e indagaciones, y finalmente fue alejándose su círculo de amigos.

Incluso su carrera profesional comenzó a tambalear. Sus superiores de la redacción del diario La Capital le llamaban la atención cada vez con más frecuencia.

Pero él había apostado hasta lo más profundo de su ser en esa interminable búsqueda. “O estoy loco, o estoy a punto de descubrir algo grande”, se decía a menudo.


Luego de seis meses, los indicios dejaron de aparecer, y su investigación se estancó. Sin embargo, al instante las palabras de Claudia resonaron en su memoria: “Yo estoy muerta”.

Entonces se iluminó. Después de revisar varios libros de su estantería, se fijó en una agenda vieja, y allí lo encontró. Era el número de teléfono de Claudia, el cual, en un acto de sorpresiva lucidez, había decidido no tirar.

Marcó cada número con el pulso tembloroso, cruzando los dedos y deseando con todas sus fuerzas escuchar alguna respuesta al otro lado del teléfono. Finalmente, ella contestó.

–Hola, Claudia. No sé si te acordás de mí… soy Máximo.

–Ah, sí ¡Máximo! ¡Cómo me voy a olvidar! Es extraño que me llames después de tantos años… –observó.

–Sí, te pido disculpas por eso. Te llamo porque necesito saber la verdad. La verdad sobre vos, sobre todas ustedes ¡Me estoy volviendo loco! –se desesperó.

–¡Ajá! Ya me parecía raro que vos, un hombre tan inteligente, no hubiese podido darse cuenta antes.

–¿Darme cuenta de qué? Por favor, decímelo.

–Ya te lo dije, yo estoy muerta. Vivo, respiro, camino, pero ya no tengo nada por qué vivir. Y es un estado que no puedo revertir, porque no puedo volver de la muerte. Solamente me queda esperar a terminar con esta vida. Te lo conté a vos porque noté que ya lo sabías, lo podías percibir en mí. Y seguramente te habrás cruzado con muchas otras personas que te parecieron de alguna manera más sensibles que el resto, y que se te pegaron como sanguijuelas, para que les des una mano en las peores miserias de sus vidas. Perdonanos, Máximo, somos así. Lo triste es que vos no te des cuenta. No te puedo decir nada más, espero que no sufras mucho.

–¡Estás loca! –contestó él aterrorizado, y colgó el teléfono.

Se acostó en la cama con la luz apagada, estaba exhausto. Las aspas del ventilador giraban hipnóticamente sobre su cabeza. Sus sombras parecían cortar su espíritu en pequeños pedazos cada vez que se proyectaban sobre él.

Casi sin pensar, extrajo lentamente la cámara de fotos desde uno de sus bolsillos y comenzó a pasar las imágenes, una por una. Se detuvo en una fotografía que le llamó la atención, en la que se podía apreciar a sí mismo en primer plano, bailando en el boliche y rodeado de hermosas mujeres. Luego de observarla detenidamente, reaccionó con un potente alarido de terror, saltó de la cama y comenzó a correr desesperadamente por toda la habitación.

En la fotografía, sus ojos miraban fijamente a la cámara, con una mirada desconcertante, fría, opaca e imperturbable. Fue entonces cuando creyó que había terminado de enloquecer. Se miró en el espejo y terminó de comprobarlo: había caído en la negra trampa. Él mismo padecía de aquel síndrome, era un portador más de la terrible y escalofriante mirada perdida.

Se preguntó con sorpresa cómo había llegado hasta ese punto. Lanzó una nueva exclamación de horror, y comenzó a temblar. El corazón le latía a toda velocidad, un sudor frío recorría su frente. No podía dejar de pensar en aquella imagen; sus propios ojos también poseían aquello que lo perseguía en sus peores pesadillas.

Atemorizado, volvió a recostarse para intentar entrar en calma, pero el techo blanco sólo disparó aún más sus pensamientos.

Recordó aquella última discusión dentro de su auto. Ivanna, su ex novia, lo estaba abandonando de manera repentina, sin que él tuviese el menor indicio de por qué.

Lo rememoraba con imágenes tan nítidas, como si hubiese ocurrido el día anterior. Llovía, y ambos lloraban.

–Ivanna, me cansé de decirte que sos lo más lindo que tengo. Vos vivís repitiendo que yo soy el amor de tu vida. Me estás matando… ¡No entiendo nada! –sollozaba él, abrazado al volante.

–Sí lo sos, es decir, sí eras el amor de mi vida. Y yo te quería mucho. Pero encontré otra persona, otro hombre con el que me entiendo mucho mejor. Antes estaba indecisa, pero ahora ya sé que lo quiero a él. Vos te equivocaste muchas veces.

–¿En qué? ¡Nunca me lo dijiste!

–Sí, fue mi error. Pero aunque te lo dijera, ya es tarde. Con él puedo expresarme, hablar de muchos temas que no comparto con vos… –determinó Ivanna.

Entonces, llegó a la más ineludible conclusión que finalizó con su investigación entera. Ellas habían muerto, y él también. La causa: un profundo dolor interno que se volvió insoportable.

–Me lastimaste –terminó de decir él.

–Perdoname –fue su única respuesta. Y acto seguido se bajó del auto y se alejó caminando bajo la lluvia.


El rostro de Máximo sonreía cada vez que salía con sus amigos, y podía hacerlo en cualquier momento. Por fuera estaba feliz, pero su corazón nunca más encontraría la dicha ni el consuelo.
Era verdad, estaba muerto desde el momento en que vio por última vez las luces de la calle inundadas de gotas de lluvia, y los pequeños pies de su amada chapoteando en los charcos, alejándose para siempre de su vida.