“Odio los lunes” dijo para sí mismo, y recordó al instante que
debería haber llegado a la redacción a las diez. De todas maneras no se
apresuró. Rara vez se tomaba en serio sus responsabilidades, y su vida estaba
libre de prisas y preocupaciones.
Se dio vuelta lentamente y notó que todo a su alrededor
comenzaba a girar. Comprendió al instante que la resaca no le perdonaría todo
lo que había bebido la noche anterior. Pero se topó con otro problema aún más
complejo. Al intentar salir de la cama, descubrió que algo le estaba impidiendo
el paso. Quitó las sábanas y ahí estaba: una delgada morocha completamente
desnuda, durmiendo boca abajo.
Intentó hacer memoria, pero sólo pudo recordar breves momentos
en que charlaba con ella en el bar. No supo explicarse sobre qué, cuál era su
nombre, o qué era lo que había ocurrido después. Estos aspectos habían sido
completamente borrados de su mente por culpa de unos cuantos vasos de tequila.
Se tranquilizó pensando que por lo menos era bonita, y que no le
había ocurrido como otras veces.
Pero tampoco iba a perder mucho tiempo más intentando averiguar
la identidad de esa chica, o qué había pasado la noche anterior. Sólo se limitó
a darle golpecitos y susurrarle:
–Nena, nena… ¡levantate!
Después se incorporó lentamente y se dio una suave y relajante
ducha. Se calzó sus zapatillas preferidas, unos jeans y una remera del Che
Guevara color verde vivo. Pero también se colocó sobre los hombros un saco ocre
grisáceo, porque no quería que dejaran de apreciar que era un hombre formal e
importante.
Máximo Frías era un prestigioso y talentoso periodista del
diario La
Capital.
Pese a que se le habían estipulado horarios fijos en la
redacción, los había reorganizado cómodamente según su conveniencia. Más bien,
en base a su personalidad errática: iba cuando le daba la gana. Como
trabajador, debía estar siguiendo una rutina, y sin embargo vivía cada día de
una manera distinta.
Sorprendentemente, esta era una actitud que nadie se atrevía a
corregir ni a criticar. Sus superiores lo cuidaban y respetaban como a un
eslabón de oro, porque tenían en claro que su capacidad para el oficio no sería
hallada en ninguna otra parte.
Máximo vivía solo en un lujoso departamento ubicado en el centro
de la ciudad, en el que muchas mujeres entraban y salían, pero ninguna se
quedaba más de una noche.
Por supuesto, esta situación se producía acorde a su mentalidad
de Don Juan. Desde que tenía uso de razón, jamás había soñado con tener una
esposa o ser padre de familia.
Las chicas significaban para él tan sólo otro lujoso elemento
decorativo en su departamento. Cuando sus amigos sentenciaban que su debilidad
eran las mujeres, él solía responder: “No tengo debilidades. Las mujeres son
sólo un pequeño placer, igual que un poco de crema sobre el café.”
Siempre solía afirmar que moriría soltero, tal vez en una enorme
mansión, rodeado de jóvenes modelos.
Quienes apenas lo conocían, no hubiesen podido creer que, años
atrás, Máximo había tenido una novia. Sus amigos más cercanos la recordaban
como una relación desatinada, bastante fugaz y, sobre todo, superficial. De
cualquier manera, Máximo nunca hablaba sobre aquella etapa de su vida. Tan sólo
constituía para él una desviación que no debía volver a cometerse.
La noche en que comenzó la pesadilla, él aún no la había
conocido. Se había separado de su grupo de amigos, y de repente se encontró
dando vueltas, solo y con un trago la mano, en el último piso del boliche más
grande de la ciudad. Fue el momento en que la vio: una mujer increíblemente
hermosa, bailando sola contra una columna.
Al instante se paró frente a ella. Estaba un tanto borracho, y
había fumado marihuana, por lo cual consideró oportuno ser breve.
–¿Me das un beso? –le dijo simplemente.
Alto y con mirada penetrante, enormes brazos, y una voz sensual,
Máximo poseía todas las cualidades de un hombre al que pocas mujeres eran
capaces de resistirse. Muchas se enamoraban perdidamente de su rebeldía, y sin
embargo, eran tan sólo un vicio más para él.
La joven lo observó detenidamente, y después murmuró “bueno,
está bien”, antes de conceder su deseo.
Esa noche, lejos de ser igual a las demás, quedó grabada en la
memoria de Máximo como escalofriantemente perturbadora y tétrica.
–Vayamos a mi casa –le había dicho ella. Su nombre era Claudia,
y Máximo lo recordó cuidadosamente, porque se prometió nunca volver a cometer
ese error.
La muchacha vivía con su padrastro en una pequeña ciudad
aledaña, la cual tenía fama de albergar muchas familias de clase baja, en zonas
que constituían un paraíso para los delincuentes.
Apenas llegaron a su morada –que se asemejaba más a una tapera
que a una casa–, ingresaron en la sala principal y comenzó a abrirse una enorme
puerta lateral. Pero como estaba rota y fuera de sus ejes, la persona que se
encontraba del otro lado debió hacer un esfuerzo mayúsculo para poder correrla.
Cuando por fin lo logró, el golpe brusco provocó que una enorme mata de polvo
se liberara por los aires.
Del otro lado apareció un hombre de mediana edad, desalineado y
en calzoncillos. Al ver a su hijastra con un desconocido dentro de la casa,
todo lo que hizo fue volver a cerrar la puerta.
Máximo miró a su alrededor: el lugar era prácticamente una
pocilga. Había decenas de elementos fuera de su lugar, una montaña de platos
sucios y con comida en mal estado, basura en el suelo, manchas en las paredes,
vidrios rotos y un aroma nauseabundo que no dejaba respirar.
Y en la habitación de Claudia, el panorama no mejoraba. Su cama
tenía un colchón extra–delgado, con un hueco hundido en el medio. Las sábanas
tenían manchas, pero Máximo no se sentía con ánimos de identificar de qué
fluido corporal provenía cada una de ellas.
Las circunstancias eran decepcionantes, pero al valiente
periodista no le gustaba irse del baile sin haber destrozado la pista primero.
Bajo el título de Señor de la
Noche , le gustaba salir en busca de
aventuras, y correr riesgos absurdos sólo para sentir un poco de adrenalina.
Más tarde se confesaría a sí mismo que aquella noche experimentó
el verdadero temor de despertar, después de hacer el amor, en una bañera llena
de hielo y sin sus riñones. Sin embargo, sin más preámbulo, se quitó la ropa; y
lo siguiente se convirtió, gracias al efecto del alcohol y el paso del tiempo,
en una mezcla de recuerdos confusos grabados en su memoria.
Una vez que estuvo exhausto, intentó reacomodarse junto a ella
en esa cama de una plaza, sobre algo que era más parecido a un cubrecama que a
un colchón.
En ese instante se volteó para observarla, y fue cuando lo notó
por primera vez. La miró a los ojos detenidamente de cerca, y percibió que
había algo extraño en ella.
La tenue luz de luna que entraba suavemente por la ventana iluminaba
sus rasgos lo suficiente como para que cualquiera pudiese percatarse de aquello.
Su mirada estaba perdida, como si se hubiese vaciado su alma.
Sus ojos, negros como el azabache y desoladoramente profundos, no expresaban
emoción alguna. No era indiferencia, tampoco era dolor o tristeza, y
definitivamente no era placer ni satisfacción.
En algún rincón de su mente, él sintió la certeza de que dentro
de ese cuerpo ya no había un espíritu. Sólo una cosa era segura: su capacidad
de sentir se había perdido. Había sido abandonada como un niño en la tormenta,
y jamás sería hallada de nuevo.
Aquella expresión provocaba en Máximo una sensación de pena y
horror indescriptible. Incluso intentó contárselo a los demás, o manifestarlo a
través de sus textos, pero nunca fue capaz de encontrar las palabras.
Ella continuaba observándolo sin emitir sonido alguno,
encandilándolo con ese abismo negro que reflejaban sus ojos, en el que tenía
miedo de tropezar y caer. Por eso decidió romper el hielo.
–¿Te pasa algo? –balbuceó, y la acarició con temor. Ella dijo
que no con la cabeza.
–Hay algo que nunca te conté –susurró, por fin–. Yo estoy muerta.
Máximo lanzó una risa nerviosa.
–¿Ah, sí? –la palpó cuidadosamente– ¿Sos un fantasma?
–No, no es eso –respondió Claudia con una serenidad
imperturbable–. Mi cuerpo vive, pero estoy muerta por dentro.
–¿Qué decís? ¿Me estás hablando en serio o es un chiste? ¿Por
qué decís eso? –masculló alterado.
–Ya no importa, fue hace mucho tiempo.
–¡Esto no es para nada gracioso!
–Lo gracioso es que no me creas… –le respondió, con el mismo
desinterés.
Lejos de confiar en sus palabras, el casanova prefirió pensar
que la muchacha había enloquecido, y le ayudó a confirmar su teoría una
seguidilla de testimonios que ella misma le confió. Entre ellos, que además de
estar muerta también podía ver fantasmas. Espíritus de gente que se detenían
frente a su cama y le preguntaban la hora.
“Esta película ya la vi”, pensó él, y dándose media vuelta se
dispuso a dormir. Sin que nadie la escuchara, ella continuó relatando historias
de acontecimientos inusuales y sin sentido, que no lograban más que poner al
descubierto su evidente insanía mental.
Al día siguiente Máximo se levantó temprano y huyó en un remís.
El episodio le había parecido extraño, pero lo recordaba con humor.
Su vida transcurrió con normalidad durante más de un año. En ese
tiempo conoció a Ivanna, y creyó estar enamorado. Cuando todo terminó, volvió a
retomar sus “andadas”, como llamaban sus amigos a su vida entregada al vicio.
Después de muchas noches perdidas, con itinerarios sin sentido,
borracheras que demolían su cuerpo y mujeres hermosas que iban y venían, Máximo
volvió a vivir un episodio que lo obligó a recapacitar.
En otra de sus habituales noches de aventura, él y sus amigos
decidieron salir a conocer un lugar distinto. Después de mucho viajar y
recorrer, terminaron en un antro ubicado en el corazón de los suburbios, donde
se podía acceder fácilmente a todo tipo de diversiones e ilegalidades.
Allí conoció a una camarera muy hermosa llamada Julia. Ella
quedó cautivada por sus encantos masculinos desde un primer momento. Sin
embargo, el joven galán no estaba muy inspirado aquel día, por lo que no se
apresuró a tomar la iniciativa.
Ambos charlaron animadamente durante horas, luego no pudieron
resistirse más, y se robaron mutuamente un cálido y apasionante beso. Alrededor
de las cinco de la mañana, Máximo decidió llevarla a su departamento.
Mientras viajaban en el auto, Julia comenzó a llorar sin motivo.
Antes de que él pudiese mediar palabra alguna, ella comenzó a relatarle todas
sus penas. Le contó detalles de su vida íntima, desde la muerte de su padre
hasta los golpes que le propinaba su padrastro a su madre frente a sus ojos, incluyendo
su infancia turbulenta, en medio de una cruda pobreza. Le confió todas sus
frustraciones amorosas, y le contó los pormenores relacionados con su empleo y
su sueldo deplorable.
El desconsuelo de la joven camarera comenzó a acrecentarse hasta
convertirse en un incontrolable ataque de pánico, colmado de lágrimas y
sollozos. “Mi hermano y yo no podíamos comprarnos zapatillas para ir a la
escuela”, fue una de sus exclamaciones.
Máximo se limitó a observarla estupefacto. Por más que lo
intentaba, no atinaba a realizar ningún movimiento, ni a esbozar alguna palabra
que pudiera calmar a Julia y –a su vez– rescatarlo de aquella situación.
Inmediatamente comenzó a sentir lástima por ella, pero su perspectiva no
impidió que finalmente durmieran juntos esa noche.
–¡No me llamaste! –le recriminó ella el sábado siguiente, al
reconocerlo mientras llevaba un pedido hacia una de las mesas. Los amigos del
joven periodista habían decidido salir al mismo lugar, porque la noche anterior
habían conseguido más mujeres que en cualquier otro bar.
–Perdoname, es que estuve muy ocupado –le respondió él.
–¡Me pasaste mal tu número de teléfono, y encima no me llamaste!
–insistió Julia, y se mostró tan tensa que, al instante, la bandeja se le
resbaló de las manos y las copas y botellas de vidrio se hicieron añicos en el
suelo.
Al arrodillarse para levantar el desastre, se manchó el delantal
con la suciedad que había en el piso, la cual en combinación con el líquido de
la cerveza, formaba una especie de barro. Acto seguido, comenzó a refregarse la
mancha con los dedos, pero al hacerlo se agachó demasiado y desde su bolsillo
cayeron decenas de pequeñas monedas de un peso. Al instante, muchos comenzaron
a juntarlas y a guardárselas en sus propios bolsillos.
Ella se puso tan nerviosa que comenzó a sollozar, y sin querer
se clavó un par de vidrios en las rodillas. Sin poder creerlo, se sentó a un
lado a lamentarse, repitiendo “no puedo más, no puedo más”.
Máximo no había cesado de mirarla un minuto, con expresión
perpleja, desde una de las esquinas del local.
Fue entonces cuando comenzó a sentir una extrema piedad, que
rápidamente se convirtió en lástima. La situación le producía rechazo, percibía
la actitud de la muchacha aún más patética que en el episodio de drama que
había montado dentro del auto. Por más que tuviera un bonito cuerpo, el galán
consideraba que hablar de ese tipo de traumas en una primera salida, era algo
que no podía hacer sentir cómodo a ningún hombre que estuviese en sus cabales.
Una brusca maniobra lo distrajo de sus pensamientos:
–¡Te conté cosas sobre mí, cosas muy fuertes, secretos muy
profundos, y me usaste! –vociferó Julia mientras lo arrinconaba violentamente
contra la pared.
Casualmente ese movimiento los colocó a ambos bajo un haz de
luz, en medio de la penumbra que reinaba en torno al bar. En ese momento, él
pudo apreciarla bien, y notó con horror que ella también poseía esa mirada. La misma que Claudia, la joven
que había conocido años atrás, con ojos negros y una expresión sumamente
penetrante, fría y perturbadora.
Máximo se escapó corriendo de ese lugar, y no quiso enterarse
más de nada relacionado con aquella chica.
De camino a casa, se sumió en sus propios pensamientos.
¿Cómo podía ser que ambas muchachas, sin conexión aparente,
tuvieran tanto en común? Tanto Claudia como Julia habían sido criadas en los
barrios bajos. Eran mujeres de clase trabajadora, con una educación exigua que
no superaba el nivel secundario, un grupo familiar hecho pedazos, y sobre todo
muy baja autoestima. Ambas pertenecían a esa clase de chicas que cualquier
hombre puede conquistar fácilmente si cuenta con una billetera llena, o con una
simple mirada cautivadora.
Pero lo más importante, aquello que más le quitaba el sueño, era
la idéntica expresión de horror que se manifestaba a través de sus semblantes,
depositado muy profundamente dentro de sus entrañas.
Fue entonces cuando se decidió: comenzaría una investigación por
cuenta propia. Algún maleficio o hecho desafortunado relacionaba a esas dos
jóvenes; sus miradas no podían ser idénticas por pura casualidad.
Comenzó a frecuentar cada vez más asiduamente los bares lúgubres
de los barrios pobres, enredándose con mujeres de la más baja calaña con el
único objetivo de encontrar alguna pista que lo ayudara a develar el
espeluznante misterio. Para su sorpresa, en un período de seis meses halló
otras cinco muchachas en las mismas condiciones. A cada instante podía percibir
en ellas un profundo vacío y un sombrío dolor proveniente desde lo más profundo
de su espíritu. “Los ojos negros del horror” o “la mirada perdida”, eran las
denominaciones con las cuales se refería a este síndrome.
Lentamente fue obsesionándose en descubrir las paradojas de cada
una de aquellas chicas, a quienes había adoptado como sus objetos de estudio.
Les tomaba cientos de fotos con su cámara, sólo para comprobar que el oscuro
poder de su mirada también podía percibirse a través de una lente.
Además, había comenzado a notar que su persona constituía una
especie de halo de potente luz, cuya función era atraer y guiar a aquellas
almas en pena.
Se perdió en medio de hipótesis, premisas e indagaciones, y
finalmente fue alejándose su círculo de amigos.
Incluso su carrera profesional comenzó a tambalear. Sus
superiores de la redacción del diario La
Capital le llamaban la atención cada vez con más frecuencia.
Pero él había apostado hasta lo más profundo de su ser en esa interminable
búsqueda. “O estoy loco, o estoy a punto de descubrir algo grande”, se decía a
menudo.
Luego de seis meses, los indicios dejaron de aparecer, y su
investigación se estancó. Sin embargo, al instante las palabras de Claudia
resonaron en su memoria: “Yo estoy muerta”.
Entonces se iluminó. Después de revisar varios libros de su
estantería, se fijó en una agenda vieja, y allí lo encontró. Era el número de
teléfono de Claudia, el cual, en un acto de sorpresiva lucidez, había decidido
no tirar.
Marcó cada número con el pulso tembloroso, cruzando los dedos y
deseando con todas sus fuerzas escuchar alguna respuesta al otro lado del
teléfono. Finalmente, ella contestó.
–Hola, Claudia. No sé si te acordás de mí… soy Máximo.
–Ah, sí ¡Máximo! ¡Cómo me voy a olvidar! Es extraño que me
llames después de tantos años… –observó.
–Sí, te pido disculpas por eso. Te llamo porque necesito saber
la verdad. La verdad sobre vos, sobre todas ustedes ¡Me estoy volviendo loco!
–se desesperó.
–¡Ajá! Ya me parecía raro que vos, un hombre tan inteligente, no
hubiese podido darse cuenta antes.
–¿Darme cuenta de qué? Por favor, decímelo.
–Ya te lo dije, yo estoy muerta. Vivo, respiro, camino, pero ya
no tengo nada por qué vivir. Y es un estado que no puedo revertir, porque no
puedo volver de la muerte. Solamente me queda esperar a terminar con esta vida.
Te lo conté a vos porque noté que ya lo sabías, lo podías percibir en mí. Y
seguramente te habrás cruzado con muchas otras personas que te parecieron de alguna
manera más sensibles que el resto, y que se te pegaron como
sanguijuelas, para que les des una mano en las peores miserias de sus vidas.
Perdonanos, Máximo, somos así. Lo triste es que vos no te des cuenta. No te puedo
decir nada más, espero que no sufras mucho.
–¡Estás loca! –contestó él aterrorizado, y colgó el teléfono.
Se acostó en la cama con la luz apagada, estaba exhausto. Las
aspas del ventilador giraban hipnóticamente sobre su cabeza. Sus sombras
parecían cortar su espíritu en pequeños pedazos cada vez que se proyectaban
sobre él.
Casi sin pensar, extrajo lentamente la cámara de fotos desde uno
de sus bolsillos y comenzó a pasar las imágenes, una por una. Se detuvo en una
fotografía que le llamó la atención, en la que se podía apreciar a sí mismo en
primer plano, bailando en el boliche y rodeado de hermosas mujeres. Luego de
observarla detenidamente, reaccionó con un potente alarido de terror, saltó de
la cama y comenzó a correr desesperadamente por toda la habitación.
En la fotografía, sus ojos miraban fijamente a la cámara, con
una mirada desconcertante, fría, opaca e imperturbable. Fue entonces cuando
creyó que había terminado de enloquecer. Se miró en el espejo y terminó de
comprobarlo: había caído en la negra trampa. Él mismo padecía de aquel
síndrome, era un portador más de la terrible y escalofriante mirada perdida.
Se preguntó con sorpresa cómo había llegado hasta ese punto.
Lanzó una nueva exclamación de horror, y comenzó a temblar. El corazón le latía
a toda velocidad, un sudor frío recorría su frente. No podía dejar de pensar en
aquella imagen; sus propios ojos también poseían aquello que lo perseguía en sus peores
pesadillas.
Atemorizado, volvió a recostarse para intentar entrar en calma,
pero el techo blanco sólo disparó aún más sus pensamientos.
Recordó aquella última discusión dentro de su auto. Ivanna, su
ex novia, lo estaba abandonando de manera repentina, sin que él tuviese el
menor indicio de por qué.
Lo rememoraba con imágenes tan nítidas, como si hubiese ocurrido
el día anterior. Llovía, y ambos lloraban.
–Ivanna, me cansé de decirte que sos lo más lindo que tengo. Vos
vivís repitiendo que yo soy el amor de tu vida. Me estás matando… ¡No entiendo
nada! –sollozaba él, abrazado al volante.
–Sí lo sos, es decir, sí eras el amor de mi vida. Y yo te quería
mucho. Pero encontré otra persona, otro hombre con el que me entiendo mucho
mejor. Antes estaba indecisa, pero ahora ya sé que lo quiero a él. Vos te
equivocaste muchas veces.
–¿En qué? ¡Nunca me lo dijiste!
–Sí, fue mi error. Pero aunque te lo dijera, ya es tarde. Con él
puedo expresarme, hablar de muchos temas que no comparto con vos… –determinó
Ivanna.
Entonces, llegó a la más ineludible conclusión que finalizó con
su investigación entera. Ellas habían muerto, y él también. La causa: un
profundo dolor interno que se volvió insoportable.
–Me lastimaste –terminó de decir él.
–Perdoname –fue su única respuesta. Y acto seguido se bajó del
auto y se alejó caminando bajo la lluvia.
El rostro de Máximo sonreía cada vez que salía con sus amigos, y
podía hacerlo en cualquier momento. Por fuera estaba feliz, pero su corazón
nunca más encontraría la dicha ni el consuelo.
Era verdad, estaba muerto desde el momento en que vio por última
vez las luces de la calle inundadas de gotas de lluvia, y los pequeños pies de
su amada chapoteando en los charcos, alejándose para siempre de su vida.
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