viernes, 22 de marzo de 2013

Rebelión Secreta. Capítulo IX.



Alejandro

7 de julio

Acabo de llegar. Es bueno estar de regreso. Los rayos de sol calentando las rocas, el aroma del césped recién cortado, y el roce de la tela impermeable me hacen sentir como en casa. De hecho, me parece hasta irónico que nadie quiera estar aquí, excepto yo. Realmente estoy donde quiero estar. Extrañaba aquella hermosa conjunción del verde vivo del suelo con el verde militar de los uniformes y las tiendas del campamento.
Hablando de carpas, acabo de conocer a mi nuevo compañero, y debo admitir que ha sido una inmensa decepción. El tipo es un flojo, un inmaduro. Apenas llegué, me recibió con el lugar hecho una pocilga. Entiendo que a mis cincuenta y tantos no sea el soldado más jovial del mundo, pero ¿es mucho pedir un poco de disciplina? Creo que es mi culpa por no haber aceptado nunca los ascensos que me ofrecieron. Ahora estaría con los verdaderos comandantes, y no cuidando y soportando los atropellos de un chiquilín.
Ante tal recibimiento, lo menos que podía hacer era no hablarme, pero se volvió a equivocar. Afortunadamente, hace años que aprendí a cerrar mis oídos a las necedades.
Ahora se fue a hacer la revisación médica, por lo cual estoy aprovechando el momento de calma y tranquilidad para escribir estas líneas…
[…]
Lo más inaudito, lo más inaceptable y bochornoso acaba de suceder. Hay una niña aquí. Una niña ¡Una niña en un campamento militar! Francamente no puedo creerlo.
Creyendo estar sola, la chiquilla acaba de salir de su escondite, en el enorme baúl que tiene mi compañero a los pies de su cama. Ojalá alguien más hubiese estado aquí para atestiguar mi sorpresa. Al principio, creí que estaba perdida. Llegué a imaginar que, por algún enorme descuido, la pequeña había logrado infiltrarse en nuestra base secreta.
Sin embargo no fue así. Resultó ser hija –extramatrimonial, por cierto– de aquel sujeto. Este tal Alejandro Peralta, si mal no recuerdo. Al volver de la revisación médica, me lo confirmó todo, y me rogó de rodillas que no lo delatara. Por supuesto que le prometí que no lo haría, porque nunca fui un soplón. Sin embargo, si mi puesto se viera en juego de alguna manera, si esta criatura me llegara a causar el más insignificante de los problemas, no dudaré un segundo en ir a hablar con los superiores. Ya lo tienen advertido, ambos. Una niña en un campamento militar, ¡qué bochorno!

9 de agosto

El entrenamiento es arduo y los días pasan lentamente. Sin embargo, a cada minuto siento renacer dentro de mí una especie de energía guardada, algo que nunca me había pasado hasta ahora. Tras cada ejercicio, tras cada jornada de trabajo pesado, me siento extrañamente revitalizado, como si el peso de la vejez y el sedentarismo de diez años se me hubiesen quitado de encima.
Aún no entiendo cómo Peralta puede hacer tales malabares día tras día para ocultar a la nena. Lila (o Mina, no recuerdo como se llama) anda rondando de aquí para allá en un espacio de casi siete metros cuadrados. Pues claro, está en la edad de explorar y aprender. Grita por las noches, pregunta demasiado, toca todo lo que ve… Duerme en el baúl, ¡por Dios Santo! Debería estar en una guardería recibiendo estimulación, y no en este lugar de miserias y mala muerte. Afortunadamente soy un hombre al que le sobra la paciencia.
No sé cómo, pero ojalá que esto se termine pronto para ella; no merece estar aquí.
Tanto ella como Peralta viven en su mundo. Mientras tanto, yo me entretengo con mis libros.

12 de octubre

Hoy, después de diez horas seguidas de trabajo duro y entrenamiento, Peralta me enseñó a jugar al truco en el descanso. Qué tonto soy, ¿cómo es que nunca antes había aprendido? Estuvimos cerca de dos horas apostando sin parar. Por supuesto, gané la mayoría de las veces. Ya se sabe lo que dicen sobre la “suerte de principiantes”.
Nina estuvo tranquila y callada. Jugó todo el día con Carlotta, el nombre que le puso a su muñeca de trapo, su único juguete. Pobrecita, a veces pienso que sería mejor que tuviera amigos reales, y se relacionara con niños de su edad.
Por las noches, aprovechando el resguardo de la oscuridad, Peralta suele sacarla a respirar aire puro y estirar las piernas. La zona boscosa (lejos de donde se encuentra el claro en el que estamos acampando, por supuesto), resulta ser el lugar ideal para que ambos se relajen y olviden sus problemas, escuchando el canto de los grillos y acostumbrándose al cálido refugio permisivo que les brinda la noche. Al menos eso supongo yo.
Después de cenar, los tres nos reunimos y comenzamos a charlar. Para conocernos un poco mejor, intenté hacerle algunas preguntas a Nina, siempre  con inocencia y con la aprobación de Peralta, por supuesto. Ante la mención de las palabras “casa”, “juguetes” y “amigos” (que se me escaparon sin darme cuenta, debo decirlo), se largó a llorar desconsoladamente. Sin perder tiempo, comencé a intentar cualquier método para calmarla, en parte porque tenía miedo de que nos escucharan, y en parte porque me sentía culpable.
Entonces le conté la historia de Malena, la niña huérfana que no le tenía miedo a nada, y cuyo corazón era fuerte como el de un león. Era un viejo cuento que solía narrarme mi abuelo, a quien yo quería mucho. Inesperadamente, aquello consiguió apaciguarla, y provocó que me mirara con ojos suplicantes, a la espera de más historias.
Siempre fui un buen cuentista, así que me pareció correcto satisfacer sus deseos. Comencé a relatarle varias anécdotas sobre mis experiencias pasadas en el ejército. Peralta también me escuchó. Ambos se mostraron tan interesados, que estoy pensando en repetir la experiencia mañana.

3 de enero

Debo disculparme energéticamente por haber abandonado este diario durante tanto tiempo. Francamente a veces no entiendo qué es lo que realmente mantiene ocupados mis pensamientos. El año llegó y se fue, y casi no me di cuenta ¿Será que tanto me agrada el servicio militar? Creo que estoy más a gusto tras cada día que pasa. Contrariamente a lo que creía algunos meses atrás, Alejandro y la niña son una excelente compañía en medio de tanta soledad. No sé cual es esa cualidad que ambos poseen, que hace que cada día desee volver a la tienda, y cuando lo hago, estoy extremadamente feliz. Siempre fui un hombre de pocas palabras, pero junto a ellos, a veces hasta hablo más de lo que debería.

10 de enero

Hoy, mi felicidad casi se desvanece como un puñado de arena entre las manos. Fui partícipe de algo similar a una tragedia: Nina estuvo a punto de ser descubierta.
Periódicamente, los supervisores realizan inspecciones, pero siempre son con previo aviso. La de hoy fue sorpresa.
Quien evitó la catástrofe fue Alejandro, que al escuchar pasos acercándose a la tienda, rápidamente cubrió a Nina con una manta. La pequeña –de aguda sagacidad, debo decirlo– se escabulló debajo de la cama y esperó, en silencio.
Pudo no haber sido así. De hecho, aún me cuesta entender cómo lo lograron.
Después de este episodio, que ocurrió hace tan sólo una hora, los tres estamos muy nerviosos. Si esto llegara a descubrirse, mi compañero y yo estaríamos en serios problemas.
Acabo de plantearle a Alejandro que no es buena idea que la chiquita siga aquí. En consecuencia, estuvimos evaluando posibilidades de enviarla a otro sitio. Yo puedo conseguir los medios y recursos para hacerlo. Sin embargo, sólo se nos ocurrió un orfanato, lugar a donde ni él ni yo queremos que termine. Además, Alejandro está totalmente reacio a la idea de desprenderse de ella.

5 de febrero

Aún seguimos todos muy nerviosos por lo que pasó. Después de días y horas de charlar al respecto con Alejandro, no hemos podido dar con una solución definitiva y satisfactoria para todos. ¿Qué hacer con la niña? No merece estar aquí, así como tampoco merece estar alejada de su única familia, su papá.
Cualquier cosa mala que me haya atrevido a decir antes sobre él, la retiro. En los últimos días, mi compañero ha demostrado ser un padre ejemplar, y un verdadero hombre.
Como ya todos saben, yo nunca me casé, y en consecuencia, nunca tuve hijos. Aún no decido si fue por determinación propia, o porque realmente nunca encontré a la mujer merecedora de tales méritos y responsabilidades. Sea como fuere, no sé lo que es ser un padre. No sé si es algo que se aprende, un don innato, o una capacidad que surge a través de la necesidad.
Donde sea que lo haya aprendido, Alejandro está haciendo un trabajo fenomenal. Me resultaría imposible explicarle a una pequeña criatura qué es este terrible lugar, por qué tenemos que matar gente, por qué no hay comida, por qué no hay niños ni juguetes para jugar, y lo más importante, cuándo volveremos a casa. Él tan sólo se sienta a hablarle, y de sus labios sale magia, de sus ojos sale risa, y sus palabras tejen sueños. Ojalá mi padre, que me crió en medio de lujos, hubiera hecho tan buen trabajo conmigo.
Para despejarnos de tantas penurias, ayer, antes de dormir, los tres salimos a pasear por el bosque. Por supuesto que fue después del anochecer, cuando ya todos dormían. Entonces, de nuevo, la desgracia nos pisó los talones.
Alcanzamos a escuchar ruidos entre los arbustos, seguidos por pisadas sobre hojas secas. Lo siguiente que pudimos ver fueron los haces de luz de dos linternas: eran los guardias.
Veloces como dos liebres, Nina y yo corrimos a escondernos en algo que parecía ser una pequeña cueva. Era un lugar muy reducido, donde aguardamos durante algunos instantes, cruzando los dedos y casi sin respirar. Nina se echó a llorar nuevamente. Estaba muy nerviosa, y yo, terriblemente tenso. No sabía cómo reaccionar. Fue entonces cuando se me ocurrió recordarle su historia favorita. Apenas le dije que la pequeña Malena “no le tenía miedo a nada”, sus ansias se acallaron instantáneamente. Momentos después, logramos salir sin ser descubiertos.
Por su parte, Alejandro se nos adelantó y buscó a los guardias. Al encontrarlos, intentó convencerlos de que, si acaso habían escuchado algún ruido extraño en el bosque, de seguro había sido él, que a menudo padece de insomnio y le gusta salir a caminar por las noches. Eso les dijo; ¡este sujeto es excepcional!
Luego del pequeño percance, seguimos paseando como si nada. A pesar de la amargura de estos días, sólo había felicidad en el aire. En ocasiones, debíamos cubrirnos la boca para no reírnos al escuchar las ocurrencias de la pequeña, y las perspicacias de mi compañero de tienda.
¡Qué hombre tan inquietante! Apenas recibió educación, y sin embargo es sabio, culto, y sobre todo, muy astuto. Rasgos que considero, deben ser increíblemente seductores para las damas, y sin embargo este muchacho se mantiene soltero. Desconozco sus motivos, como así también desconozco el paradero de la mamá de Nina. Sin embargo creo que, como siempre sucede, ya lo averiguaré a su debido tiempo.
Mientras tanto, su encanto y elocuencia no dejan de cautivarme. Creo que estoy empezando a quererlo como si fuera el más cercano de mis hermanos, y a la pequeña, quisiera cuidarla y protegerla como a una sobrina.

14 de marzo

Hoy fue el día. Por fin, Alejandro terminó de abrirse conmigo, y me lo confió todo. Hace algunas horas volvimos de entrenar. Creo que fue una de las jornadas más extenuantes que tuvimos en todos estos meses.
Apenas llegamos aquí, Alejandro arropó a Nina, y la acarició hasta que se durmió. Después hizo algo que nunca antes había hecho, y que me sorprendió profundamente. Se tiró en el catre a llorar. Yo quedé petrificado; siempre se había mostrado optimista, no como un hombre rudo, sino como una persona que le sonríe a la vida. Además, jamás había manifestado signos de debilidad, al menos frente a mí.
“¿Alguna vez estuviste enamorado, Emilio?”, murmuró, y sus palabras sonaron como una melodía triste y hermosa. Le respondí que no. Él prosiguió. Intentaré plasmar aquí lo que me confesó, de la manera más fiel posible a sus palabras.
“Yo sí. Hace unos años no era nada más que un vago, un soñador. Pasaba los días deambulando, escribía poesías, componía canciones con mi guitarra. Mi papá tenía un almacén, y siempre se quejaba de que no hacía nada. Me obligaba a ayudarlo en el negocio, pero yo no era muy bueno. Un día vino una nueva empleada a trabajar, ella era muy anciana y de clase muy humilde…”, comenzó diciendo estas palabras aún con la voz quebrada. Al llegar a este punto, sus ojos negros se llenaron de un brillo especial. Suspiró con amargura, y prosiguió: “Resultó que esa mujer tenía una hija que… ¿para qué aburrirte con detalles? ¡Sólo debías verla! Ay, si la hubieses conocido, me creerías si ahora te dijera que parecía un ángel. Su cabello largo color ocre caía como una cascada, su cintura era tan pequeña que daba placer aferrarla, ¡sus senos eran el paraíso! Su aliento olía a rosas, su boca era una cereza, su voz era el complemento perfecto para los acordes de mi guitarra. Podía pasar todas las horas de mis días perdido en sus ojos, verdes y luminosos… Nunca en mi vida me había sentido tan bien como cuando compartía todos mis momentos con ella, y nunca más volveré a ser así de feliz…” No pudo continuar hablando, porque volvió a irrumpir en un llanto silencioso. Yo aguardé pacientemente a que pudiera continuar. “¡Ay de mí!”, exclamó en tono de culpa, “espero no me condenes, amigo, por lo que estoy a punto de confiarte… ¡Le hice algo terrible a esa muchacha! Al amor de mi vida, la razón de mi existencia… ¡La arruiné, la rompí, quebré su espíritu!”, confesó en medio de sollozos. “¿Qué le hiciste?”, pregunté yo.
“Eso”, contestó él, y señaló a la niña que dormía llena de paz. “Yo veo algo hermoso, no algo terrible” le dije. Él continuó: “Le arrebaté su honor. Mi padre me obligó a casarme, y luego me echó de casa. Le di mucha vergüenza. Fui a vivir con ella y su madre, que eran muy pobres. Yo pasé de trabajo en trabajo para poder subsistir y criar decentemente a mi hermosa Nina, pero no fue suficiente. Por más que me esforzaba, ¡Nunca era suficiente! Vivíamos en la miseria. Mi suegra era muy anciana como para trabajar, y a mi esposa le ocurría lo mismo que a mí. Finalmente la pobre… ¡tuvo que hacerse mujer pública!”, exclamó, y hundió su cabeza entre las piernas. “Y yo tuve que aceptarlo, de otra forma hubiésemos quedado prácticamente en la calle.” Hubo un momento de silencio prolongado, hasta que me animé a preguntarle: “¿Y dónde está ella? ¿Te abandonó?”, “No”, me contestó. “Gracias al oficio impúdico que se vio obligada a ejercer por culpa mía… se enfermó y murió.” Agregó esto último en un susurro casi inaudible, pero que yo pude comprender perfectamente.
Nunca fui bueno para acompañar en momentos de dolor. De hecho, nunca tuve los suficientes amigos como para experimentar este tipo de situaciones. Sin embargo, con el último vestigio de sentido común que aún conservo, le pedí que se calmara, y le ordené que se recostara. Así lo hizo.
Mientras tanto, yo estoy sentado sobre mi propio catre, a la luz de una pequeña lámpara, tomando nota de todo lo que acaba de ocurrir.

9 de abril

No sé por qué, pero desde que me confió aquella historia, siento que Alejandro y su hija se encuentran más cerca de mí que nunca. Por algún motivo, no puedo apartarlos de mis pensamientos, incluso en medio del entrenamiento. Esto jamás me había sucedido con mis abuelos, mis hermanos, o incluso mis propios padres. Creo que, a pesar de que no existan lazos de sangre entre nosotros, son la única familia verdadera que alguna vez tuve y tendré. Siento como si todas aquellas horribles experiencias me hubiesen ocurrido a mí, por lo cual, ahora también me animo a adherirme a su causa, y a ayudarlos en todo lo que necesiten.
Teniendo esto en claro, si algo les llegara a suceder, algo como lo que ocurrió a principios de enero, yo voy a defenderlos a ambos con mi puesto, con mi honor y con mi vida. Lo juro.
Tengo la risa de la pequeña grabada en mi memoria, y quisiera que viviera allí por siempre. También tengo la imagen nítida de los ojos de Alejandro mirando directamente hacia los míos, con aquella expresión dulce, celestial y seductora. Comparado conmigo, es tan sólo un niño. Pero llegué al punto en que su aroma me estimula, su voz me apacigua, y cuento cada una de las horas del día para volver a verlo. Realmente ya no sé lo que siento por él.

6 de mayo

Lo que esperaba con terror, el objeto de mis peores pesadillas, el más espantoso de mis temores, acaba de hacerse realidad. Nina fue descubierta, pero esta vez no se salvó. El oficial entró sin avisar, y la desgracia fue inevitable. Tiempo después pude saber que en el cuartel ya lo sospechaban desde hacía rato, principalmente por las voces que se oían de noche, y la actitud nerviosa de Alejandro. Estaba todo preparado.
Fiel a mis convicciones, me presenté en el cuartel sin ser llamado. Estaba listo para convencerlos de que, más allá de sus especulaciones, la niña era mía, y no de Alejandro. De esta manera arriesgué mi puesto, mis medallas de honor, mis reconocimientos, y todo por lo que alguna vez me esforcé en esta vida. Pero ya nada me importó.
Creo ver una luz al final del túnel. Por fin, se me ocurrió una solución para todos estos conflictos. Lástima que llegué demasiado tarde.
Me respondieron que estaban intentando conseguir un orfanato para llevar a la niña, lugar al que verdaderamente pertenecía, según opinaron.
Intenté explicarle al oficial de la brigada que eso no sería necesario, ya que afortunadamente cuento con una tía con la que puede quedarse. Luego les mentí de nuevo, les dije que mi pariente vive muy lejos y que yo no había tenido tiempo en su momento de llevarla con ella, puesto que mi reclutamiento había sido muy repentino. Reforcé mi recurso aportando un abultado cheque sobre la mesa. Gracias a eso, me creyeron. O al menos simularon creerme, y afortunadamente y sin esperarlo, caí parado.
Gracias a Dios, Nina, que hasta el momento se encontraba cautiva dentro del cuartel, está siendo llevada hacia los brazos de mi tía. No me dejaron despedirme de ella, y mucho menos se lo permitieron a Alejandro, pero al menos ambos teníamos la tranquilidad de que ya se encontraba a salvo.
Incluso tuve la oportunidad de llamar a la hermana de mi madre por teléfono y confiarle toda esta historia. Al principio me regañó, pero luego entró en razón.
Sin embargo, justo cuando creía que todo se había solucionado y que por fin podríamos vivir en armonía, ocurrió algo mucho peor.
Cuando estaba volviendo hacia mi carpa por el camino de piedras, uno de los oficiales principales, un gran amigo mío que en otros tiempos supo ocupar el mismo cargo que yo, se apareció ante mí preocupado y casi sin aliento.
Sin más preámbulos, me informó que Alejandro había sido brutalmente castigado. En aquellos momentos hubiese deseado no saber qué es lo que realmente hacen durante sus “castigos”. Desgraciadamente lo sé a la perfección, porque fui partícipe de algunos de ellos.
“Con suerte, mi mejor amigo aún está en una sola pieza”, pensé, y me dirigí hacia mi colega: “Si yo acabo de confesar que la niña era mía, que yo la estaba ocultando, ¿por qué lo castigan a él?”.
“Llegaste muy tarde”, me respondió. “No lo sabían, y por eso hicieron lo que hicieron. En este momento, los responsables están siendo notificados del error. Peralta ya está de vuelta, lo dejaron recostado sobre su catre”.
Sin más preámbulos, corrí como un loco hacia la carpa. Llovía a cántaros, llovía más de lo humanamente imaginable. Al llegar, mi remera musculosa parecía un río, así que decidí quitármela. El lugar estaba a completamente a oscuras. Sólo entraba una luz tenue que provenía desde afuera. Pude notar que se refractaba tétricamente sobre mí. Sólo podía ver el lado izquierdo de mi silueta. Aquel resplandor amarillento descansaba sobre mi hombro y los músculos de mi antebrazo, haciéndome ver como el fortachón que en realidad no soy.
Efectivamente, Alejandro estaba tendido sobre la cama. Su cara, su rostro, otrora hermoso, estaba totalmente desfigurado y morado. La sangre le brotaba débilmente por algunas de sus cavidades. Tenía varios golpes en sus brazos, piernas, cuello y estómago. Realmente lo habían destruido, en cuerpo y alma.
Al observarlo, sólo pude sentir dos cosas: una inmensa ternura y un profundo amor. Inmediatamente intenté sanarlo como pude, con las cosas que tenía en mi botiquín para emergencias. Afortunadamente noté que no tenía ningún hueso roto. Además estaba consciente, así que le pregunté como se sentía. Me contestó, débilmente, que bien.
Y ahora voy a escribir aquí una confesión que me avergüenza, y que al mismo tiempo me hace sentir orgulloso.
Con toda la contención que nunca aprendí a dar, abracé a ese hombre, como quien siente aquel profundo temor de perder. No sabía si aquel iba a ser el último día de su vida, o la primera de tantas otras miles de aventuras.
Con la fuerza que le quedaba, él respondió mi abrazo. Lo besé en la frente. Todo avanzó mucho más rápido de lo que imaginaba. Pronto estaba besando sus labios, rozando su cabello y sintiendo su aroma. Me recosté a su lado; sólo sentía deseos de estar junto a él en medio de su dolor. Si hubiese podido, me hubiese cargado al hombro todo el peso de su agonía.
Sentí una gran vergüenza y confusión al hacer todas aquellas cosas. Mi mente me condenaba, pero mi cuerpo seguía adelante, ejerciendo su propia voluntad.
Él no ofrecía ninguna resistencia, y aquello me volvía loco. “Está lastimado, Emilio, por Dios”, me gritaba mi conciencia. Lo que hice no fue justo, pero a la vez, fue muy necesario.
Es por eso que aquí, ante la luz de esta linterna y ante la capacidad de juicio que pueda tener cualquiera que lea este pequeño anotador, voy a jurar solemnemente que nunca había sentido tal pasión por una persona. Podrán señalarme y tacharme de libertino y degenerado, pero esto nunca antes lo había hecho, y muchos menos con fines de placeres morbosos. Si se dio esta vez, con el riesgo de caer en cursilerías, puedo asegurar que fue por puro amor.
Mis manos continuaban otorgándole un río de caricias, pero mi mente me ordenaba que me detuviera y le planteara mis intenciones, antes de que aquel momento pudiera volverse aún más extraño ¿Pero cómo explicar algo que no tiene sentido?
Me limité a aferrarlo delicadamente por las mejillas y a susurrarle: “Amigo… creo que lo quiero”.
Mi mano tembló como la de un chiquillo. Todo mi espíritu se derrumbó ante la placidez de su mirada. Fue humillante, y al mismo tiempo hermoso.
La reacción podía haber sido un grito de ayuda, una –en este caso débil– patada en la ingle, o incluso un llanto desesperado. Pero entonces, sucedió algo que no había planeado.
“No hace falta que le diga que mis sentimientos por usted van mucho más allá de un simple ‘te quiero”, me respondió. Y ahí terminé de caer.
Juro que intenté frenarme a mi mismo, pero por primera vez en la vida, mis propias pasiones lograron tomar las riendas de mi ser. No quería que sucediera, pero mi cuerpo se relajó tanto que se dejó llevar, y terminé haciéndole el amor a ese hombre de la forma más dulce que se pueda imaginar. Por supuesto que, en su estado tan delicado, debí ser muy suave y aminorar un poco mis impulsos.
Las gotas de lluvia aún rodaban por mi cuerpo, y lo empaparon a él. Afuera seguía el diluvio, y el sonido de sus golpes parecía marcar los latidos de mi corazón. La luz tenue de los faroles que entraba desde afuera me encendía aún más. Nunca dejamos de mirarnos a los ojos.
Estoy total y completamente enamorado, por primera vez en más de cincuenta años, y no puedo gritarlo a los cuatro vientos, porque este mundo es un maricón.
Pero más allá de eso, estoy experimentando, por fin, la verdadera felicidad. Me viene esa sensación tan sólo con pensar por un segundo en mi brillante futuro. Él y yo estaremos juntos, criaremos a la niña con mucho amor, y por fin tendré la hermosa familia que tanto esperé todos estos años.
Ya exhausto, estoy actualizando mi diario íntimo, y después me iré a acostar. Alejandro duerme como un angelito. A pesar de que no pude sanarlo, espero al menos haber podido aliviar un poco su dolor. 

7 de mayo

Y mientras jugaba una estúpida carrera para ver quién llegaba más rápido hacia la felicidad, de repente el mundo se detuvo. No es broma; las manecillas de los relojes dejaron de moverse, el césped ya no huele a nada, y la luz del sol perdió un poco de su brillo.
Hoy Alejandro murió, a causa de las severas contusiones. Perdón, no tuve ganas de hacer preámbulos ni crear un absurdo misterio que impida al lector comprender que la realidad es cruda, golpea fuerte y sin previo aviso. No encontré ánimos para hacerlo. Estoy demasiado furioso, y profundamente triste.
Mi compañero y amigo había quedado en estado grave. No lo mataron ellos en su momento, pero lo mataron las secuelas de sus golpes. La pena que me inunda es demasiado grande como para poder plasmarla aquí. Él era más que mi compañero. Yo lo amaba como a mi única familia. No puedo seguir escribiendo, tengo un nudo en la garganta.

1º de junio

Mis días aquí están llegando a su fin. Estaré en este lugar, como mucho, durante dos semanas más. Luego, pasaré por la casa de mi tía a buscar a Nina. Estoy por empezar una vida nueva, con una nueva hija, que en realidad siento que formó parte de mi familia desde siempre. En adelante se llamará Nina García, y algún día, cuando crezca, le contaré todo sobre su pasado.
Deberé criarla, cuidarla, alimentarla y darle amor por dos; por mí parte, y por la madre que no tuvo ni tendrá. Por fortuna, amado mío, estarás cuidándonos y guiándonos dondequiera que estés.
 Mi rutinaria vida fuera del ejército tomará un nuevo giro y se descontracturará un poco. No tendré tanto tiempo para beber solo a la luz de las velas, ordenar mis medallas de honor, leer, o… ¡Dios mío! ¿Qué estoy pensando? Mi vida será maravillosa. Tengo un nuevo motivo para seguir adelante, una nueva razón de ser.
Mientras tanto, intentaré serle fiel a este diario, aunque no prometo nada.
A quien haya leído hasta aquí, espero que me juzgue por las decisiones que tomé con entereza, y para bien, y no por mis debilidades. Me volveré a encontrar con estas páginas.
Hasta entonces.

Emilio García 



lunes, 4 de marzo de 2013

Rebelión secreta. Capítulo VIII. Rey León.




Rey León

Ya se podían escuchar sus pasos destrozando las hojas secas; se aproximaban con velocidad. Eran como las tétricas pisadas del verdugo sobre el patíbulo de madera, intensificadas por la negra espesura de la noche, que cegaba todas sus esperanzas de escapar.
Ya podía imaginar a aquellos hombres fornidos y malvados destrozando su pequeño cuerpito. Aquellas manos gigantescas y ásperas podían arrancarle un bracito en el primer intento. Sus pensamientos la hacían sudar y exhalar con dificultad. Al mismo tiempo, pensaba que el ruido fuerte de su respiración los atraería hacia su escondite, y aquello le producía aún más miedo.
Miedo. El enemigo número uno. Peor que el Coco y peor que el Hombre de la Bolsa. Era un valioso indicio que, a sus cuatro años, la niña ya tuviera claro ese concepto.
Se hubiese puesto a llorar, se hubiese rendido y comenzado a gritar, de no ser porque una mano gigantesca y áspera comenzó a acariciarle la cabeza. Pero esta era una mano buena, un gesto de ánimo, y un poco de alivio para sus nervios.
-Shh… -le susurró el hombre; su “tío”, como a ella le gustaba llamarlo. Se aferraba con fuerza contra ella, en parte porque el escondite era reducido, y en parte porque él también estaba aterrorizado.
-¿Sabés la historia de Malena? –comenzó a preguntarle, en un tono casi inaudible. La nena apretó la cabeza contra su pecho y la movió lentamente hacia arriba y hacia abajo, en un gesto afirmativo. Las lágrimas ya habían comenzado a rodar sin control por sus mejillas.
-Entonces no te hará mal que te la recuerde –continuó él-. Trata de una pequeña niña que estaba siempre triste, hasta que un día decidió no volver a sentir temor. Era una chica pobre,  que vagabundeaba por las calles en busca de algo para comer. Mendigaba pan, y se metía en problemas. A los chicos más grandes no les gustaba verla pidiendo en su territorio, y por eso la golpeaban. Pero nunca pudieron quebrantar su espíritu, ni sus ganas de seguir intentando… ¿Y sabés por qué? –preguntó, y luego guardó silencio-. Porque ella nunca sintió miedo –se contestó.
Al escuchar sus palabras, la nena aferró sus manitos temerosas aún más contra el pecho del señor. Para olvidar aquellos momentos de tensión, viajó hacia atrás en sus recuerdos, hacia el día en que había escuchado aquella pequeña historia por primera vez.
-Malena, una desdichada niña, era prolija, cuidadosa, limpia, y se portaba bien. Pero estaba siempre sola y aburrida, porque no tenía amiguitos para jugar –le había dicho su tío Emilio-. Y sin embargo era una nena feliz, ¿sabés por qué?
La pequeña había negado con la cabeza.
-¡Porque no tenía miedo! –gritó él, y recogió sus pequeñas manos dentro de la suya, brindándole una mirada comprensiva y contenedora, que logró que aquellas palabras inspiradoras se fijaran en la mente de la chiquita por el resto de su vida.
Por más que cada una de sus historias se asemejaba a la anterior, la pequeña Nina siempre resultaba fascinada. Las palabras de su tío, que luego se convertiría en su papá, le sonaban alentadoras, y le daban ganas de dejar de llorar.
De vuelta en aquella cueva oscura y fría, el recuerdo de “la historia de Malena” era lo único que la hacía recobrar su tranquilidad.
-Pero el relato sigue –continuó diciendo Emilio, procurando hacerlo en susurros, para que no fueran descubiertos por los guardias-. Malena se quedó sola. Su mamá se fue al cielo y su papá, a la guerra. Al principio, se sintió muy triste sin ellos, pero luego comprendió que debía ser fuerte, y lo logro, ¿y sabés…
-¡Porque ella no tenía miedo! ¡No le tenía miedo a nada! –respondió Nina sin vacilar, aún llorando y con voz chillona.
Aquellas memorias de pequeña le hacían recobrar la compostura y la mantenían cuerda, luego de la muerte de Emilio García, el único padre que recordaba lo suficiente, y al que llegó a amar con todo su ser.
Estaba sentada en su habitación, sola, sin amigos y sin prometido. Aún lloraba a mares, y no dejaba de pensar qué pasaría con su vida en adelante ¿Quién la cuidaría?
Como si hubiese estado escuchando sus pensamientos, detrás de la puerta salió León, el mejor amigo de su padre, y le dijo:
-Yo te cuidaré. Se lo prometí a tu padre con mi vida en su lecho de muerte. Está en el testamento, así que ya no te preocupes, Nina.
Ella se limitó a correr a abrazarlo ¿Por qué era tan difícil conservar un solo papá durante toda una vida? Siempre debía acostumbrarse a uno nuevo, como un perro adulto que ya no puede ser mantenido en un hogar, y se destina a otro nuevo.
Todo marchaba bien, hasta que el abrazo fraternal entre ambos se tornó extraño. León comenzó rodeando su cintura con sus brazos, pero después bajó hacia sus piernas.
Nina no entendía lo que ocurría, hasta que la falda de su vestido comenzó a subirse lentamente. Las manos de León eran como garras: finas, ásperas y aterrorizantes. Se movían con lentitud y precisión. El viejo apoyó su boca contra el oído de Nina y comenzó a jadear de forma desagradable. Luego, lamió una de sus mejillas, mientras su mano izquierda la aferraba por la cintura, y su mano derecha la acariciaba en el medio de sus piernas.
Nina estaba petrificada. No sabía como reaccionar. No podía creer lo que le estaba ocurriendo.
-Me va a gustar vivir con vos, chiquita –le susurró.
Su cerebro le pedía que reaccione, pero sus músculos no atinaban a realizar un solo movimiento. Sólo temblaba de miedo.
León la tomó por la cintura y la arrojó con violencia contra la pared. Fue entonces cuando ella cobró ánimos, y con una fuerza indescriptible, empujó a su captor hasta el otro lado de la habitación. Él se encolerizó. La tomó por ambos brazos y comenzó a intentar besarla, pero ella se resistió con la poca fuerza que le quedaba. Al no lograrlo, le lanzó un escupitajo en el medio de la cara.
En respuesta, León le propinó un violento cachetazo.
-¿A mí te me vas a resistir, puta? –le gritó el viejo.
Nina comenzó a llorar sin control. Desde donde estaba, podía ver la ventana abierta a espaldas de él. Tan cerca de la libertad, y a la vez tan lejos.
-¡Magdalena! ¡Magdalena! Ayudame, ¡por favor!
-No gastés tu tiempo –respondió él, cubriéndole la boca-. Lo primero que hice al tomar el control fue echar a esa vieja sucia a la calle. Ni siquiera la dejé despedirse de vos. Cómo lloraba, pobrecita, ja ja ja…
-Por favor, León, no hagas esto. Pensá en mi padre, en cuánto te quería…
-¿Me hablás de tu papá? ¿Ese viejo maricón? –le contestó, seguido de una nueva risa macabra-. Todo lo que tuve que hacer fue seducirlo un poco, aguantar el contacto físico con él, y… ¡bingo! Esta hermosa casa, toda su fortuna en el testamento, y por sobre todo, una hermosa nena virgen para darme placer todos los días ¿Qué más puedo pedir?
Las lágrimas de Nina se incrementaron ¿Qué acababa de decir aquel ser repugnante? No quería entenderlo, ni pensar que fuera cierto.
No tuvo tiempo de contestarle. León se aferró a ella nuevamente, y esta vez consiguió besarla. Fue lo más repulsivo que había sentido en toda su vida. Afortunadamente terminó rápido.
Nina escuchó un fuerte golpe. Acto seguido, León puso los ojos en blanco y cayó pesadamente al suelo, inconsciente.

Los ojos llorosos de la joven se iluminaron. Comenzó a respirar con fuerza y, con todo el aliento que le quedaba, exclamó:
-¡Roger!
Tomó impulso, lo abrazó con fuerza y continuó llorando. El seguía aferrado a la gran lámpara de metal con ambas manos, la misma que había utilizado para noquear a León.
-¡Me salvaste! –le gritó con voz entrecortada. Luego hizo una pausa, y continuó con voz entrecortada-. ¿Cómo entraste?
-Por la ventana –respondió él con sequedad-. No hay tiempo para explicar más, tenés que irte de acá. Ahora. Ya. Antes de que despierte.
Nina tenía muchas preguntas, pero al mismo tiempo comprendió que Roger tenía razón. Comenzó a correr hacia la planta baja.
-Esperá, Nina ¡No me entendiste! Llevate cosas, porque no vas a poder volver. Yo no sé quién es este hombre, ni por cuánto tiempo te tuvo así, pero no podés vivir más con él. Andate y no vuelvas Nina; no vuelvas nunca más –fueron sus terminantes palabras. Acto seguido, tomó la gran frazada de la alcoba de la joven y comenzó a guardar sus cosas. Ella seguía petrificada.
-¿Me ayudás? –la apuró él.
-Sí, lo siento –contestó ella-. Pero dejá la manta, tengo este bolso…
Nina realmente no había asimilado del todo aquello de no regresar a su casa, el único verdadero hogar que había conocido, y donde su padre adoptivo la había criado con amor desde muy pequeña. Por eso, sólo tomó dos vestidos, un poco de dinero, y otros efectos personales. Mientras buscaba, en uno de los cajones encontró el diario íntimo de Emilio, el mismo que había consultado para contarle a Nina la verdad sobre Alejandro, su papá biológico. Pensó en llevárselo también. No le sería útil, pero al menos tendría un recuerdo de su padre, ya que, debido a las circunstancias, aparentemente ni siquiera podría ir a despedirlo a su funeral.
Terminó de guardar todo y, esta vez sí, corrió escaleras abajo, seguida de cerca por Roger.
Cuando ambos estuvieron afuera, ella le preguntó: “¿Y ahora qué?”
-Corré, vamos, seguime… -respondió el pirata- ¡Antes de que despierte!
Ambos caminaron velozmente por alrededor de cuatro cuadras, procurando no ser vistos. Una vez que estuvieron lo suficiente lejos, aminoraron la marcha.
-Te seguí hasta tu casa cuando te fuiste –comenzó a decir Roger-. Golpeé la puerta varias veces, pero nadie contestó. Entonces empecé a escuchar gritos que venían desde adentro. Vi que tu ventana estaba abierta, así que empecé a trepar por la pared.  No fue difícil, tiene varios puntos de apoyo. Lo lamento si fue un acto entrometido, pero quería darte esto- continuó, y le extendió un pequeño paquete.
El mismo contenía una pequeña cajita. Nina la abrió, y notó que adentro había… ¡un anillo de diamante! Se detuvo en seco.
-¡Roger! –exclamó, casi sin aliento.
-Ah, sí, el gordo Camilo lo dejó en la mesa del bar. Después, cuando se fue, se lo olvidó. Supongo que te lo quería dar.
-¿Vos decís que quería volver a pedirme compromiso? ¿Esta vez, con anillo y todo? O tal vez lo había comprado, y como lo rechacé, quiso devolvérmelo…
-La verdad que lo ignoro. Pero si te llega a hacer falta plata, te recomiendo que lo empeñes. Te puede ser muy útil en tu viaje. Agradecé que no me lo quedé, nadie se hubiese enterado.
-¿Viaje? ¿A dónde vamos?
-Yo no voy a ningún lado. Vos te vas a ir lejos. Ya te lo dije, Nina. No quiero saber lo que te pasó ahí adentro, pero no quiero que vuelva a pasarte. ¿No tenés un pariente que viva en otra ciudad? Algún tío…
-No. Mi única familia era mi padre, y acaba de morir.
-Lamento escuchar eso.
Ambos guardaron silencio mientras cruzaban la calle. Del otro lado se encontraba la estación de trenes de la ciudad.
-Roger, por favor, no puedo hacer esto ¿A dónde voy a ir?
-Eso no importa. Por lo que más quieras en esta vida, subite a ese tren. No importa a donde vaya, tenés que alejarte Nina.
Ella dejó el bolso en el suelo y lo abrazó con fuerza. Sus lágrimas brotaban incansablemente por sus mejillas. Él se limitó a apoyar la yema de sus dedos en su cintura.
-¡Gracias! ¡Mil gracias! –le susurró ella al oído.
Él se limitó a asentir con la cabeza. No era bueno para reaccionar ante el reconocimiento ni las formalidades sociales. Era peor para demostrar sentimientos y para las despedidas, de modo que se dio vuelta y se fue.
Nina lo vio alejarse. Con él, también se marchaba todo rastro de su felicidad. Los momentos de amor y ternura con su padre, cientos y cientos de caprichos que él le consentía, su cálida cama al despertar, la comida servida al sentarse a la mesa, y las incansables horas y horas de juego sin preocuparse por nada.
Por otro lado estaba Camilo, aquel amor que había marcado los primeros pasos de su vida sentimental para siempre. Lentamente iba a olvidar como era sentirse amada, apreciada y cuidada por un hombre tan sensible y tan devoto. Y Roger… ¿Qué podía pensar sobre Roger? ¿Por qué, si supuestamente la odiaba, se había preocupado tanto por ella? Nunca llegaría a conocer el verdadero porqué de sus actitudes, ni podría tomarse el tiempo de desmenuzar lentamente aquellas capas y capas de rigidez que lo cubrían, para develar por fin el verdadero hombre debajo de la coraza.


Con el corazón partido en diez mil piezas, se subió al tren y se sentó. Sin motivo aparente, todos la observaban con extrañeza. Tal vez era porque se había quedado sola, parecía confundida, y estaba demasiado bien vestida como para sentarse en los vagones públicos, donde también viajaban vagabundos, y personas de las clases bajas.
¿Qué haría en adelante? ¿Dónde iría? Había sido criada como una reina. No sabía preguntar una dirección, ni pedir café en un bar. No sabía cómo iniciar una conversación con un extraño, ni a dónde acudir si llegaba a tener problemas. Todo indicaba que el viaje sería duro.
Por eso, para distraerse y hacer pasar el tiempo, recordó que había guardado el viejo diario de su padre, y comenzó a leerlo. Eso la apaciguaría.