Rey León
Ya se podían escuchar sus pasos
destrozando las hojas secas; se aproximaban con velocidad. Eran como las
tétricas pisadas del verdugo sobre el patíbulo de madera, intensificadas por la
negra espesura de la noche, que cegaba todas sus esperanzas de escapar.
Ya podía imaginar a aquellos hombres
fornidos y malvados destrozando su pequeño cuerpito. Aquellas manos gigantescas
y ásperas podían arrancarle un bracito en el primer intento. Sus pensamientos
la hacían sudar y exhalar con dificultad. Al mismo tiempo, pensaba que el ruido
fuerte de su respiración los atraería hacia su escondite, y aquello le producía
aún más miedo.
Miedo.
El enemigo número uno.
Peor que el Coco y peor que el Hombre de la Bolsa. Era un valioso indicio que,
a sus cuatro años, la niña ya tuviera claro ese concepto.
Se hubiese puesto a llorar, se hubiese
rendido y comenzado a gritar, de no ser porque una mano gigantesca y áspera
comenzó a acariciarle la cabeza. Pero esta era una mano buena, un gesto de
ánimo, y un poco de alivio para sus nervios.
-Shh… -le susurró el hombre; su “tío”,
como a ella le gustaba llamarlo. Se aferraba con fuerza contra ella, en parte
porque el escondite era reducido, y en parte porque él también estaba
aterrorizado.
-¿Sabés la historia de Malena? –comenzó
a preguntarle, en un tono casi inaudible. La nena apretó la cabeza contra su
pecho y la movió lentamente hacia arriba y hacia abajo, en un gesto afirmativo.
Las lágrimas ya habían comenzado a rodar sin control por sus mejillas.
-Entonces no te hará mal que te la
recuerde –continuó él-. Trata de una pequeña niña que estaba siempre triste,
hasta que un día decidió no volver a sentir temor. Era una chica pobre, que vagabundeaba por las calles en busca de
algo para comer. Mendigaba pan, y se metía en problemas. A los chicos más
grandes no les gustaba verla pidiendo en su territorio, y por eso la golpeaban.
Pero nunca pudieron quebrantar su espíritu, ni sus ganas de seguir intentando…
¿Y sabés por qué? –preguntó, y luego guardó silencio-. Porque ella nunca sintió
miedo –se contestó.
Al escuchar sus palabras, la nena aferró sus manitos temerosas
aún más contra el pecho del señor. Para olvidar aquellos momentos de tensión,
viajó hacia atrás en sus recuerdos, hacia el día en que había escuchado aquella
pequeña historia por primera vez.
-Malena, una desdichada niña, era prolija, cuidadosa, limpia, y
se portaba bien. Pero estaba siempre sola y aburrida, porque no tenía amiguitos
para jugar –le había dicho su tío Emilio-. Y sin embargo era una nena feliz,
¿sabés por qué?
La pequeña había negado con la cabeza.
-¡Porque no tenía miedo! –gritó él, y recogió sus pequeñas manos
dentro de la suya, brindándole una mirada comprensiva y contenedora, que logró que
aquellas palabras inspiradoras se fijaran en la mente de la chiquita por el
resto de su vida.
Por más que cada una de sus historias se asemejaba a la
anterior, la pequeña Nina siempre resultaba fascinada. Las palabras de su tío,
que luego se convertiría en su papá, le sonaban alentadoras, y le daban ganas
de dejar de llorar.
De vuelta en aquella cueva oscura y fría, el recuerdo de “la
historia de Malena” era lo único que la hacía recobrar su tranquilidad.
-Pero el relato sigue –continuó diciendo Emilio, procurando
hacerlo en susurros, para que no fueran descubiertos por los guardias-. Malena
se quedó sola. Su mamá se fue al cielo y su papá, a la guerra. Al principio, se
sintió muy triste sin ellos, pero luego comprendió que debía ser fuerte, y lo
logro, ¿y sabés…
-¡Porque ella no tenía miedo! ¡No le tenía miedo a nada!
–respondió Nina sin vacilar, aún llorando y con voz chillona.
Aquellas memorias de pequeña le hacían recobrar la compostura y
la mantenían cuerda, luego de la muerte de Emilio García, el único padre que
recordaba lo suficiente, y al que llegó a amar con todo su ser.
Estaba sentada en su habitación, sola, sin amigos y sin
prometido. Aún lloraba a mares, y no dejaba de pensar qué pasaría con su vida
en adelante ¿Quién la cuidaría?
Como si hubiese estado escuchando sus pensamientos, detrás de la
puerta salió León, el mejor amigo de su padre, y le dijo:
-Yo te cuidaré. Se lo prometí a tu padre con mi vida en su lecho
de muerte. Está en el testamento, así que ya no te preocupes, Nina.
Ella se limitó a correr a abrazarlo ¿Por qué era tan difícil
conservar un solo papá durante toda una vida? Siempre debía acostumbrarse a uno
nuevo, como un perro adulto que ya no puede ser mantenido en un hogar, y se
destina a otro nuevo.
Todo marchaba bien, hasta que el abrazo fraternal entre ambos se
tornó extraño. León comenzó rodeando su cintura con sus brazos, pero después
bajó hacia sus piernas.
Nina no entendía lo que ocurría, hasta que la falda de su
vestido comenzó a subirse lentamente. Las manos de León eran como garras:
finas, ásperas y aterrorizantes. Se movían con lentitud y precisión. El viejo
apoyó su boca contra el oído de Nina y comenzó a jadear de forma desagradable.
Luego, lamió una de sus mejillas, mientras su mano izquierda la aferraba por la
cintura, y su mano derecha la acariciaba en el medio de sus piernas.
Nina estaba petrificada. No sabía como reaccionar. No podía
creer lo que le estaba ocurriendo.
-Me va a gustar vivir con vos, chiquita –le susurró.
Su cerebro le pedía que reaccione, pero sus músculos no atinaban
a realizar un solo movimiento. Sólo temblaba de miedo.
León la tomó por la cintura y la arrojó con violencia contra la
pared. Fue entonces cuando ella cobró ánimos, y con una fuerza indescriptible,
empujó a su captor hasta el otro lado de la habitación. Él se encolerizó. La
tomó por ambos brazos y comenzó a intentar besarla, pero ella se resistió con
la poca fuerza que le quedaba. Al no lograrlo, le lanzó un escupitajo en el
medio de la cara.
En respuesta, León le propinó un violento cachetazo.
-¿A mí te me vas a resistir, puta? –le gritó el viejo.
Nina comenzó a llorar sin control. Desde donde estaba, podía ver
la ventana abierta a espaldas de él. Tan cerca de la libertad, y a la vez tan
lejos.
-¡Magdalena! ¡Magdalena! Ayudame, ¡por favor!
-No gastés tu tiempo –respondió él, cubriéndole la boca-. Lo
primero que hice al tomar el control fue echar a esa vieja sucia a la calle. Ni
siquiera la dejé despedirse de vos. Cómo lloraba, pobrecita, ja ja ja…
-Por favor, León, no hagas esto. Pensá en mi padre, en cuánto te
quería…
-¿Me hablás de tu papá? ¿Ese viejo maricón? –le contestó,
seguido de una nueva risa macabra-. Todo lo que tuve que hacer fue seducirlo un
poco, aguantar el contacto físico con él, y… ¡bingo! Esta hermosa casa, toda su
fortuna en el testamento, y por sobre todo, una hermosa nena virgen para darme
placer todos los días ¿Qué más puedo pedir?
Las lágrimas de Nina se incrementaron ¿Qué acababa de decir
aquel ser repugnante? No quería entenderlo, ni pensar que fuera cierto.
No tuvo tiempo de contestarle. León se aferró a ella nuevamente,
y esta vez consiguió besarla. Fue lo más repulsivo que había sentido en toda su
vida. Afortunadamente terminó rápido.
Nina escuchó un fuerte golpe. Acto seguido, León puso los ojos
en blanco y cayó pesadamente al suelo, inconsciente.
Los ojos llorosos de la joven se iluminaron. Comenzó a respirar
con fuerza y, con todo el aliento que le quedaba, exclamó:
-¡Roger!
Tomó impulso, lo abrazó con fuerza y continuó llorando. El seguía
aferrado a la gran lámpara de metal con ambas manos, la misma que había
utilizado para noquear a León.
-¡Me salvaste! –le gritó con voz entrecortada. Luego hizo una
pausa, y continuó con voz entrecortada-. ¿Cómo entraste?
-Por la ventana –respondió él con sequedad-. No hay tiempo para
explicar más, tenés que irte de acá. Ahora. Ya. Antes de que despierte.
Nina tenía muchas preguntas, pero al mismo tiempo comprendió que
Roger tenía razón. Comenzó a correr hacia la planta baja.
-Esperá, Nina ¡No me entendiste! Llevate cosas, porque no vas a
poder volver. Yo no sé quién es este hombre, ni por cuánto tiempo te tuvo así,
pero no podés vivir más con él. Andate y no vuelvas Nina; no vuelvas nunca más
–fueron sus terminantes palabras. Acto seguido, tomó la gran frazada de la
alcoba de la joven y comenzó a guardar sus cosas. Ella seguía petrificada.
-¿Me ayudás? –la apuró él.
-Sí, lo siento –contestó ella-. Pero dejá la manta, tengo este
bolso…
Nina realmente no había asimilado del todo aquello de no
regresar a su casa, el único verdadero hogar que había conocido, y donde su
padre adoptivo la había criado con amor desde muy pequeña. Por eso, sólo tomó
dos vestidos, un poco de dinero, y otros efectos personales. Mientras buscaba,
en uno de los cajones encontró el diario íntimo de Emilio, el mismo que había
consultado para contarle a Nina la verdad sobre Alejandro, su papá biológico.
Pensó en llevárselo también. No le sería útil, pero al menos tendría un
recuerdo de su padre, ya que, debido a las circunstancias, aparentemente ni
siquiera podría ir a despedirlo a su funeral.
Terminó de guardar todo y, esta vez sí, corrió escaleras abajo,
seguida de cerca por Roger.
Cuando ambos estuvieron afuera, ella le preguntó: “¿Y ahora
qué?”
-Corré, vamos, seguime… -respondió el pirata- ¡Antes de que
despierte!
Ambos caminaron velozmente por alrededor de cuatro cuadras,
procurando no ser vistos. Una vez que estuvieron lo suficiente lejos,
aminoraron la marcha.
-Te seguí hasta tu casa cuando te fuiste –comenzó a decir
Roger-. Golpeé la puerta varias veces, pero nadie contestó. Entonces empecé a
escuchar gritos que venían desde adentro. Vi que tu ventana estaba abierta, así
que empecé a trepar por la pared. No fue
difícil, tiene varios puntos de apoyo. Lo lamento si fue un acto entrometido, pero
quería darte esto- continuó, y le extendió un pequeño paquete.
El mismo contenía una pequeña cajita. Nina la abrió, y notó que
adentro había… ¡un anillo de diamante! Se detuvo en seco.
-¡Roger! –exclamó, casi sin aliento.
-Ah, sí, el gordo Camilo lo dejó en la mesa del bar. Después,
cuando se fue, se lo olvidó. Supongo que te lo quería dar.
-¿Vos decís que quería volver a pedirme compromiso? ¿Esta vez,
con anillo y todo? O tal vez lo había comprado, y como lo rechacé, quiso
devolvérmelo…
-La verdad que lo ignoro. Pero si te llega a hacer falta plata,
te recomiendo que lo empeñes. Te puede ser muy útil en tu viaje. Agradecé que
no me lo quedé, nadie se hubiese enterado.
-¿Viaje? ¿A dónde vamos?
-Yo no voy a ningún lado. Vos te vas a ir lejos. Ya te lo dije,
Nina. No quiero saber lo que te pasó ahí adentro, pero no quiero que vuelva a
pasarte. ¿No tenés un pariente que viva en otra ciudad? Algún tío…
-No. Mi única familia era mi padre, y acaba de morir.
-Lamento escuchar eso.
Ambos guardaron silencio mientras cruzaban la calle. Del otro
lado se encontraba la estación de trenes de la ciudad.
-Roger, por favor, no puedo hacer esto ¿A dónde voy a ir?
-Eso no importa. Por lo que más quieras en esta vida, subite a
ese tren. No importa a donde vaya, tenés que alejarte Nina.
Ella dejó el bolso en el suelo y lo abrazó con fuerza. Sus
lágrimas brotaban incansablemente por sus mejillas. Él se limitó a apoyar la
yema de sus dedos en su cintura.
-¡Gracias! ¡Mil gracias! –le susurró ella al oído.
Él se limitó a asentir con la cabeza. No era bueno para
reaccionar ante el reconocimiento ni las formalidades sociales. Era peor para
demostrar sentimientos y para las despedidas, de modo que se dio vuelta y se
fue.
Nina lo vio alejarse. Con él, también se marchaba todo rastro de
su felicidad. Los momentos de amor y ternura con su padre, cientos y cientos de
caprichos que él le consentía, su cálida cama al despertar, la comida servida
al sentarse a la mesa, y las incansables horas y horas de juego sin preocuparse
por nada.
Por otro lado estaba Camilo, aquel amor que había marcado los
primeros pasos de su vida sentimental para siempre. Lentamente iba a olvidar
como era sentirse amada, apreciada y cuidada por un hombre tan sensible y tan
devoto. Y Roger… ¿Qué podía pensar sobre Roger? ¿Por qué, si supuestamente la
odiaba, se había preocupado tanto por ella? Nunca llegaría a conocer el
verdadero porqué de sus actitudes, ni podría tomarse el tiempo de desmenuzar
lentamente aquellas capas y capas de rigidez que lo cubrían, para develar por
fin el verdadero hombre debajo de la coraza.
Con el corazón partido en diez mil piezas, se subió al tren y se
sentó. Sin motivo aparente, todos la observaban con extrañeza. Tal vez era
porque se había quedado sola, parecía confundida, y estaba demasiado bien vestida
como para sentarse en los vagones públicos, donde también viajaban vagabundos,
y personas de las clases bajas.
¿Qué haría en adelante? ¿Dónde iría? Había sido criada como una
reina. No sabía preguntar una dirección, ni pedir café en un bar. No sabía cómo
iniciar una conversación con un extraño, ni a dónde acudir si llegaba a tener
problemas. Todo indicaba que el viaje sería duro.
Por eso, para distraerse y hacer pasar el tiempo, recordó que
había guardado el viejo diario de su padre, y comenzó a leerlo. Eso la
apaciguaría.
No hay comentarios:
Publicar un comentario