Capítulo V
León
Pero el hombre se puso de pie y se colocó precipitadamente bajo el espectro de la luz de luna que entraba por la ventana. No era papá. Era un desconocido alto, cuarentón, calvo y con bigotes puntiagudos, que llevaba puesto un suéter azul con cuello de tortuga.
Por el susto, el corazón de Nina dio un vuelco, el pánico repentino se le clavó como una daga en el pecho y se le tornó dificultoso respirar. Retrocedió y atinó a aferrar el mango de la puerta de entrada.
–¿Quién es? ¿Dónde está mi papá? –preguntó petrificada y con voz inaudible.
–Tranquila, Nina –dijo el extraño levantando ambas manos en forma pacífica, con expresión de contener a la joven– no me tengas miedo.
–¿Cómo sabe mi nombre? ¡Papá! –susurró tímidamente, y luego gritó– ¡Papá!
–¡Shh! ¡Tu papá está descansando! –explicó el hombre tratando de apaciguarla–. Yo soy un amigo, mi nombre es León –dijo tendiéndole una mano–. Podés confiar en mí.
Pero Nina esquivó el saludo y se dirigió a la habitación contigua. Con cuidado abrió la puerta y comenzó a escuchar los ronquidos del anciano. Pudo divisar su silueta durmiente en medio de la oscuridad y, con el corazón finalmente en paz, cerró la puerta.
–Cayó enfermo esta tarde –dijo una voz detrás de ella. El amigo de su padre se había acomodado nuevamente en el sofá, y continuaba bebiendo su té–. No estabas, y Magdalena no podía sola con él, por eso me llamó.
Ella se sentó a su lado y juntó sus manos. Aún estaba descalza, despeinada y embarrada. Su expresión era de profunda tristeza.
–¿Y como es que nunca había oído hablar de usted?
León se encogió de hombros con expresión desinteresada.
–Conozco a tu padre desde hace dos años. Perdón si fue muy violento nuestro encuentro de hace un instante, es que decidí quedarme hasta que volvieras, por cualquier eventualidad.
–Gracias –murmuró ella mientras asentía. Se encontraba cabizbaja–. Puede quedarse esta noche si así lo desea –dijo sin ganas.
–Lo sé –contestó el hombre con seguridad. Hacía gestos cordiales con la cabeza mientras aferraba su taza, y cada tanto se enrulaba el bigote derecho. Por primera vez entonces, Nina alzó la mirada y se encontró con sus ojos:
–¿Qué le pasa a mi papá?
–Creo que es un principio de gripe, pero no estoy seguro. El médico quedó en venir mañana.
–Ah…
–Y a vos, ¿qué te pasa?
León había comenzado a inspirarle confianza, pero todo lo que quería hacer Nina en ese momento era irse a dormir para ver si así lograba menguar la espiral de sus pensamientos. Intentó salir de la situación:
–Pasa que… hoy me comprometí. Me voy a casar.
–Si esa expresión es la que vas a tener en tu boda, por más que te vistas de blanco la gente no va a saber si sos una novia o una viuda –dijo León con ironía. Pero su semblante parecía preocupado–. Supongo que tu aspecto desalineado y el estado de tu ropa tampoco me concierne…
Nina no quiso ser descortés, así que se puso de pie e hizo una reverencia.
–Con permiso, ya es mi hora de dormir.
Mientras se alejaba en dirección a la puerta, León le dijo:
–Entonces menos mal que no fue tu padre quien escuchó lo que dijiste al entrar, ¿o no? –expresó con total serenidad.
Ella se detuvo un momento, y luego sin mirar atrás volvió a emprender la marcha. Se metió en su alcoba y cerró la puerta.
Contratiempos
Soñó algo que no pudo entender, pero sin dudas tuvo que ver con él. Despertó con los primeros rayos de sol de la mañana, que penetraban en diagonal a través del vidrio, con la forma que le daban las hojas del árbol que crecía junto a la ventana. El canto de un pajarito que se posaba en aquel árbol comenzó a entremezclarse con su sueño, y terminó de despertarla el sonido de los baldazos de agua sobre la vereda, seguido por la fricción de las cerdas de la escoba sobre las baldosas. Sus sábanas olían a jazmín. Se despertó increíblemente contenta.
Se levantó de un salto y corrió hacia la habitación de su padre, golpeteando los cerámicos del suelo con sus pies desnudos. Abrió la puerta de par en par y allí estaba él, sentado sobre almohadones colocados en el respaldo de la cama, y con la bandeja del desayuno en el regazo. El sol que le daba en la espalda, su pelo largo y canoso, su mentón cuadrado y su expresión solemne, le daban cierto aspecto de rey león.
–¡Buenos días, princesa! –le dijo con su voz profunda, y le dirigió una sonrisa que le dio aún más solemnidad.
Tuvo tiempo de correr la bandeja antes de que ella se le arrojara encima.
–¡Buenos días, papá querido! –dijo frotando su cabeza contra su pecho. El viejo rió, y le acarició la frente con la barba pinchuda.
Sólo entonces la joven notó que el hombre del día anterior se encontraba sentado en una silla a la izquierda de su padre.
–¿Cómo dormiste, princesa? –dijo el anciano acariciándole dulcemente la cabeza–. Papá durmió más o menos. Está todo viejo, todo enfermo…
Nina no le contestó, se había ensimismado observando a León.
–Buenos días, Nina –dijo él. Ella le respondió el saludo moviendo la cabeza una vez.
–Así que ya se conocieron ustedes dos…
–Sí, Emilio. Anoche me quedé esperándola en el recibidor. Se asustó mucho cuando me vio y no me reconoció, la pobre –hizo una pausa– ¿Por qué no le contás a tu papá las buenas nuevas? –concluyó, en un tono que denotaba cierto sarcasmo.
–¡Ah sí! –le respondió ella sin ánimos. No podía borrarse del rostro esa expresión de estorbo cada vez que lo contemplaba. Se volteó hacia su padre, y aferrándole la camisola, le dijo muy seria:
–Me comprometí con Camilo, papá. Ayer.
El anciano reaccionó con sorpresa, e inmediatamente lo invadió la felicidad. Al verlo, a ella le pasó lo mismo, y olvidó la incomodidad que le producía la presencia de aquel hombre. La crisis que se radicaba en su interior tampoco reflejaba la expresión de alegría con la que su padre y ella celebraron ese momento.
–¡Felicidades, hija mía! Me hiciste emocionar.
Ella sonrió. Don Emilio continuó:
Me hacés tan feliz, princesita, y estoy tan contento… En cuanto me recupere un poco voy a ir a visitar a tu futuro suegro, ¡hace meses que no veo a ese miserable! –rió– Él y yo somos amigos desde hace años, ¿te lo había contado?
–Sí, papá, muchísimas veces –respondió Nina, sin poder borrarse la sonrisa forzada del rostro, la única herramienta que poseía para demostrarle a su padre que estaba feliz, mientras se moría por dentro. León la observaba en silencio, y con expresión enigmática.
–¡Qué bueno! –dijo el viejo dos veces, y la volvió a abrazar–. Mi querido amigo León, yo creo firmemente que de entre todas las cosas que el Señor me dio en esta vida, nunca me bendijo tanto como el día que me confió a este ángel. Mírela bien: es un modelo de pureza y felicidad. Valiente, sincera, y entregada a los modales puritanos. Si me preguntan, ¡yo estoy orgulloso de que mi hijita haya encontrado el amor!
Nina se sintió verdaderamente mal, indicio de que las palabras del anciano eran ciertas. La culpa no la dejaba en paz, e intentó cambiar de tema.
–¿Vino el médico ya?
–Sí, hoy más temprano –contestó León–. Es gripe, efectivamente. Le dio unas recetas y dijo que lo cuidemos, que debe hacer reposo y que no es bueno que se estrese, porque podría empeorar el cuadro. Va a volver en la semana para ver cómo avanza –concluyó, y le dio dos palmadas en la mano al enfermo.
Nina no le dirigió la palabra, en vez de eso abrazó a su padre con entusiasmo.
–Me alegro de que todo esté bien entonces –exclamó frotándole la espalda–. Te dejo terminar de desayunar y me voy a vestir.
–Está bien, princesa. Mañana o cuando me encuentre mejor comenzaremos a planear tu boda –le contestó Don Emilio.
Ella sonrió otra vez con expresión triste, y abandonó la habitación.
En el camino escuchó el ruido de un golpe seco, proveniente de su alcoba. Pensó que se trataría de Magdalena limpiando y moviendo los muebles.
Pero cuando llegó, la habitación estaba vacía. Comenzaba a preguntarse de dónde podía haber provenido aquel sonido, cuando vislumbró a través del vidrio un proyectil negro que volaba hacia ella, y daba de lleno en el cristal sin romperlo, para volver a caer al suelo.
Sin perder un instante abrió la ventana de par en par.
–¡Nina! ¡Escuchame! –aulló el joven con desesperación.
Era Camilo.
–¡Silencio! –le respondió en un susurro audible–. ¡Mi padre está enfermo y tiene que descansar! –le explicó; y sin embargo ella sabía bien que si al joven se le ocurría armar un alboroto, peligraría su secreto mejor guardado. Su presencia en aquel lugar era una bomba de tiempo, así que decidió que debía echarlo cuanto antes.
–Amada mía, ¡me estás lapidando el alma con este silencio, como yo lapido tu ventana! Decime, ¿por qué te fuiste? ¿Por qué huiste de mí? Puedo entender que te hayas ofendido, pero tu actitud sigue llenándome de desconcierto. ¡Bajá, por favor, para que podamos hablar!
Camilo se veía triste y desesperado. Nina estaba un tanto conmovida, pero aquella imagen había terminado de acabar con los últimos vestigios de su adoración hacia él. Tomó, a pesar de su inmensa piedad, la salida que le fue conveniente.
–No puedo bajar, Camilo, estoy ocupada.
–¡Ah! Ahora me llamás por mi nombre con sequedad. No sé si me aniquila más esta barrera fría que pusiste entre nosotros, o la incertidumbre de saber si el amor que sentís por mí sigue intacto.
–Amado mío, por favor, tenés que entenderme. Mi padre está en cama, estoy preocupada y quiero estar pendiente de él. Pero te prometo que si venís mañana, voy a bajar y vamos a poder conversar…
Nina seguía hablando desde la ventana. Se imaginó la respuesta de Camilo: una especie de vacilación que terminaría por decir que acababa de romper su corazón. Pero no fue eso lo que ocurrió.
El joven no le respondió, porque no pudo. Pequeñas lágrimas comenzaron a rodar tímidamente por sus mejillas hinchadas. Se sonrojó, avergonzado, y caminó hacia atrás unos cuantos pasos antes de echarse a correr calle abajo.
Confrontación
Al día siguiente, Camilo la visitó incluso antes de que se levantara. Nina estaba soñando otra vez con aquel joven a quien parecía adorar cada día más, cuando fue despertada por los golpes de las piedritas que su prometido arrojaba a la ventana.
Tardó unos minutos en despabilarse, pero ni bien se asomó, él le dijo:
–¡Ya sé lo que ocurre Nina, y tiene que ver con ese patán!
Ante estas palabras, ella tragó saliva.
–¿De qué estás hablando?
–De mi amigo, el que te humilló en la taberna. ¡Pero puedo hacer que el venga hasta aquí y te pida perdón de rodillas! ¡Juro que lo haré!
–¡Ah, es por eso! –respondió con un suspiro de alivio–. Te lo agradezco, pero ya no me siento ofendida.
–¡No! Decíme, por favor, que es por eso que estás tan ausente, que es por eso que te alejás tanto de mi presencia. O si no, explicame tus motivos, ¡pero por favor no me digas que ya no me querés!
–Camilo, bajá la voz, ¡que te va a oír mi padre! No puedo hablar ahora, acabás de despertarme y estoy en ropa de dormir.
–¿Esa es tu respuesta? ¿Ni siquiera sos capaz de recibirme por compasión? Mirá como estoy: sucio y desalineado, ya dejé de comer, casi no logro dormir, ¡y si duermo tengo las peores pesadillas!
Nina apretó los labios y se quedó callada, pensativa.
–No tiene piedad de mí ese silencio, ¿es que te gusta verme llorar? Podría golpearme, y así podría complacerte. Pero no me hagas daño en el orgullo, ¡porque duele mucho más! Me voy ahora, pero volveré a buscarte –habiendo dicho esto comenzó a marcharse, pero Nina lo detuvo.
–¡No te vayas!
Él se dio la vuelta. Aquella reacción sorpresiva ante su partida le dio ánimos para hacerle la pregunta que tenía atragantada.
–Nina, ¿vos todavía me querés?
La joven se sentía una verdadera arpía por estar hiriéndolo de esa manera, así que decidió pensar bien lo que le diría.
–¡Sí, amor mío, por supuesto! El problema en realidad es por aquel joven amigo tuyo, el que mencionaste al principio…
–¡Aleluya! Al fin una respuesta, no sabés lo aliviado que me siento –exclamó refregándose el sudor de la frente–. ¿Estás hablando de Roger? Mi amigo Roger no es un problema, es decir, es un problema que tiene una solución. Ya te dije que puedo hacer que se disculpe…
Y continuó hablando. Pero Nina ya no lo escuchaba, todo lo que sonaba en su mente era esa palabra: Roger. Era como música clásica para ella. Ahora que sabía el nombre de su amado, se sentía más cerca de él y sus esperanzas renacían a cada instante.
Sus pensamientos se obnubilaron de repente, el mundo a su alrededor parecía desaparecer ante la pronunciación de aquellas dos sílabas. Cada pulgada de su cuerpo palpitaba al ritmo su nombre: ¡Roger! ¡Roger! Había logrado terminar de perderse por completo.
“Ay, ¿que será de mí?” pensó, y cerró la ventana. Sin darse cuenta, había dejado a Camilo hablando solo.
Varios días transcurrieron así. Ella se levantaba después de haber soñado con él toda la noche. La gripe de su padre no avanzaba ni retrocedía, y la situación de ella tampoco, pero por lo menos el anciano estaba tranquilo.
Ese hombre calvo y extraño seguía deambulando por la casa. Se ocupaba de todo: pagaba los impuestos, cuidaba a Don Emilio, daba órdenes a Magdalena y tomaba todas decisiones necesarias.
Nina desayunaba, almorzaba y cenaba en la mesa con él. Hablaban algunas veces de Don Emilio, otras de música y literatura, y hasta ahí generalmente llegaban sus temas de conversación. Cuando terminaban de comer, cada uno se abocaba a lo suyo.
Camilo no interrumpía sus visitas. Cada día religiosamente a la misma hora, Nina escuchaba las piedras chocar contra su ventana. Cuando eso ocurría solía salir, y empezar a dar excusas sin sentido que terminaban por confundir más al joven.
En todos los días que habían pasado, Nina no se había detenido un momento para intentar explicarle concretamente la situación, o pensar en un plan que pudiera ahuyentarlo en forma definitiva. En vez de eso, sólo vacilaba, se contradecía a sí misma, se quedaba sin palabras. Camilo le hablaba siempre con expresiones dramáticas y terminantes, que lo hacían parecer un hombre en agonía.
Tan cotidiana se había vuelto esta escena, que el carnicero, la pescadera, e incluso un linyera que solía frecuentar la cuadra, se habían acostumbrado a asomarse siempre a la misma hora sólo para escuchar la discusión melodramática. Mientras tanto, puertas adentro, nadie estaba enterado de lo que le ocurría a Nina. O eso parecía.
–Nina, hoy quiero tocar un tema delicado con vos –le había dicho León en medio de un almuerzo–. Comprenderás que tu padre es viejo, y ahora que está enfermo, bueno… Es muy probable que no se quede mucho tiempo más con nosotros.
Ella lo observó con enfado.
–Estos últimos días, más que nada estuviste a mi cuidado y me siento en cierta forma responsable por vos –continuó él–. No quisiera que te pasara nada malo, ¿me comprendés? En resumen, creo que hay algo que te preocupa y me gustaría que me contaras de qué se trata. Digo, si es un problema, seguramente tiene una solución, ¿no es así?
Pero cuando levantó la cabeza, Nina se había ido del comedor.
La joven no había vuelto a salir de su hogar por miedo a enfrentar su destino, y seguía pensando en Roger cada día que pasaba.
Comenzaba por imaginárselo, y pensaba en todas las cosas que le gustaban de él. A pesar de haberlo visto una sola vez, le parecía un hombre maravilloso, que transmitía madurez y seguridad, pero en el fondo tenía una personalidad oculta muy dulce y sensible.
Se pasaba las horas de su día imaginándolo a su lado. Era lo último en que pensaba al acostarse, y lo veía al levantarse siempre junto a ella. Soñaba despierta con él pisándole los talones a cada instante, compartiendo sus experiencias, y enfrentándose juntos a un destino en común. Sentía que le hablaba como respuesta a cada uno de sus pensamientos. Reían juntos, él hacía comentarios con su voz severa y al mismo tiempo musical, y esa misma voz se pasaba el día susurrándole al oído incontables y preciosos elogios.
Como un aplacante de su profunda soledad, imaginaba todas estas cosas y se reía hasta casi no poder soportar sus propios accesos de felicidad. Después ideaba planes infantiles para lograr su cometido. Quería aparecerse por la taberna, y una vez allí, sin duda alguna él se fijaría en ella y comenzaría a amarla, y entonces ambos podrían estar juntos para siempre.
Llegó el día en que descubrió que su pasión verdaderamente no tenía límites, y sintió una necesidad irreprimible de contárselo a alguien. Empezaría por Camilo.
Se despertó muy temprano la mañana siguiente, teniendo aún estos pensamientos en la cabeza. Salió a recibir una vez más el melodrama de su amado.
Aquel día, casualmente Camilo había adoptado una actitud tan madura, que Nina había quedado sorprendida. Estaba bañado, prolijo y bien vestido por primera vez en más de una semana. Comenzó sentándose formalmente en la escalinata, y luego con aire solemne le preguntó:
–¿Cómo te encuentras el día de hoy, querida?
–Bien –respondió, y fue lo único que pudo decir al respecto–. Estoy asombrada, te veo con más ánimos hoy.
–Estuve pensando mucho anoche, y creo que la respuesta a esta crisis es muy simple.
“Va a dejarme”, pensó Nina, y se estremeció. Porque aunque fuera este su deseo desde un principio, su corazón era inmaduro y egoísta. Camilo continuó.
–Me di cuenta en estos últimos días que tenés ya suficientes problemas, y lo que estás pidiendo de mí es tiempo para reflexionar sola. Bueno, si querés puedo dejar de venir tanto, voy a hacerte sólo una pequeña visita de vez en cuando. Podemos volver a vernos seguido después de que ordenes tus pensamientos, y aplazar nuestro casamiento por tiempo indefinido… Claro, todo esto, sólo si estás de acuerdo –concluyó de hablar, y la observó expectante.
Ella se había decepcionado. Su vida entera parecía estar en un impasse que cada vez se asemejaba más a un estresante calvario sin solución.
–Puedo pasar mañana –continuó él–. Así tenés tiempo para pensarlo esta noche, ¿qué opinás?
Ella no contestó, estaba petrificada. Tenía en su rostro esa expresión que requiere el acto de juntar coraje.
–Bueno, ¡que así sea entonces! –exclamó Camilo con alegría fingida–. Me voy yendo. Quiero que sepas que pase lo que pase te voy a entender y respetar. Siempre me vas a tener a tu lado, como un fiel esposo, y nada de lo que digas o hagas va a hacer que yo deje de amarte como…
Y no pudo continuar, Nina lo interrumpió.
–¡Estoy enamorada de tu amigo Roger, Camilo! –dijo, y sus palabras salieron despedidas como una liberación del alma, como bombas que la joven había dejado caer justo sobre el corazón de su prometido.
Él la observó con asombro, durante esas milésimas de segundo que tarda el ser humano en comprender las palabras. Luego no pudo moverse más. Ahora él había quedado petrificado y en silencio, con una expresión de espasmo creciente que llenaba de horror a Nina más y más tras cada momento que pasaba. La joven decidió no quedarse a ver lo que sería de aquel desdichado, y cerró la ventana.
Sintió sus cargas más livianas por un instante. Luego se volteó y su paz se vio perturbada nuevamente. Allí, observándola fijo con expresión severa, se encontraba el hombre calvo. Su presencia era como la sombra de un monstruo gigante que cubría por completo la pequeñez de la joven.
Sin dudas, había vigilado silenciosamente su conversación entera, y no le había dicho nada aún, pero sus ojos hablaban, pedían explicaciones, regañaban, y castigaban. Ponían en duda su reputación, denunciaban su comportamiento y cuestionaban su entera persona. Nina no pudo soportar todos esos gritos inaudibles que sacudían su conciencia, y entonces habló primero.
–Ahora sí, llegó el momento de explicarte –dijo con gran determinación y dominio de sí misma. Luego se desplomó–. ¡Ay, tío León! –exclamó con actitud melodramática.
Corrió a abrazar al hombre, y hundió la cabeza en medio de su pecho. Las lágrimas comenzaron a mojar su suéter azul. Él cambió la expresión de su rostro severo, y la hizo compasiva y contenedora. Sentó a la joven en el borde de la cama, y le tendió el vaso de agua que tenía en la mano.
–Cuando quieras –le dijo suavemente, y la rodeó con su brazo.
Y ella le contó toda esta historia, de principio a fin: cómo siendo aún ingenua se había enamorado y comprometido con Camilo, cómo luego de eso había conocido al hombre de sus sueños y había comenzado a experimentar un cambio interno. Él la escuchó con atención, sorprendiéndose de tanto en tanto y dejando salir exclamaciones comprensivas.
–Pero no cambié, no crecí. Hay cosas que no sé cómo manejar –dijo mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas–. Sólo sé que encontré al joven con el que me quiero casar, pero ¡ay de mí! ¡Hay tantas trabas y peligros en el camino hacia él!
El hombre la abrazó más y le acarició la cabeza, mientras ella seguía llorando en silencio, y susurraba:
–¿Qué debo hacer, tío León?
–Primero tenés que tranquilizarte. Tenés que convencerte de que esto no es culpa tuya, que los errores a tu edad no existen y sólo son formas de aprender, y como te dije antes, no hay problema que no tenga una solución. ¿Está bien?
Ella contestó con un movimiento de cabeza.
–Después tenés que tomarte un tiempo para meditar y descansar.
–¡Eso es lo que estuve haciendo! Pero nada se me ocurre, nada…
–Sí, e hiciste muy bien. Pero el último paso –y el más difícil– es confrontar tus problemas. Eso es lo que tenés que hacer ahora. Siempre surge la manera si se piensan las cosas con cuidado, así que después de planear una buena estrategia, tenés que ir al lugar donde se encuentra ese muchacho, tomar tu propia vida de los pelos y decirle: “Así es como quiero que seas”. No depende de él ni de mí, ni de nadie. Sólo de ti.
El rostro de Nina se iluminó ante tales palabras. Aquel hombre del que poco sabía comenzó a inspirarle una infinita confianza.
–¡Sos un gran consejero, tío! Te debo miles de gracias, ahora con tu apoyo me siento más encaminada.
–¡Pero hijita, para eso estoy! –le respondió, y le brindó una sonrisa tétrica.
–Por favor, no le digas nada de esto a papá. No quisiera causarle más problemas. Tenés que prometer que no le vas a contar nada, ¿lo prometés?
–¡Sí, mi querida! –exclamó, y levantó una mano–. Juro solemnemente que mantendré mi palabra, y de no ser así que se me caiga todo el pelo de la cabeza… –concluyó, en tono de broma. Ambos rieron mucho y se abrazaron con ternura.
–Sólo tengo una duda, tío –dijo ella después de un breve silencio–. ¿Cómo conociste a papá?
Sus últimas palabras fueron interrumpidas por el sonido del timbre.
–Lo siento querida, después te lo contaré. Debo irme ahora, vino el médico.
Infortunio
Nina lloraba sin consuelo alguno, acurrucada en la puerta de la habitación de su padre. Se hamacaba inconscientemente, mientras pensaba y repensaba su vida entera.
El médico, luego de revisar a Don Emilio, había salido de la habitación para ir a dar el parte a León, que se encontraba en la planta baja. Nina, por más que lo había intentado, no había podido escuchar esta conversación. Después de media hora, el doctor se había ido, y su tío había entrado a la habitación de su padre. Ella, sigilosamente, se había apostado detrás de la puerta para poder escuchar, y luego se había arrepentido.
“¡Hablá, hombre!” había dicho el enfermo, con una mezcla de cólera y preocupación.
Nina sólo escuchó un silencio profundo después. Le siguió una especie de exclamación de dolor. Fue cuando descubrió, amargamente, que los hombres mayores también podían llorar. La quietud fue interrumpida por la sequedad de la desdicha:
–Te estás muriendo, Emilio.
El anciano guardó silencio.
–Me lo temía –contestó finalmente, acompañado de una fuerza de espíritu extraordinaria. Luego su voz se ahogó.
La pequeña Nina, en medio de su travesura, había sido tomada por sorpresa. Comenzó a llorar y dejó de oír, porque su llanto se tornó más fuerte que las palabras.
Entró a la habitación y abrazó a su padre con fuerza. Ya no le importó que notaran que estaba espiando. En medio del alboroto, apareció la criada Magdalena, y León le explicó la situación en voz baja.
Fue un súbito empujón hacia la realidad, para la niña que lloraba sin consuelo en el regazo de su padre, que a su vez se apoyaba en el regazo de la muerte. Las agujas del tiempo comenzaron desde ese instante una carrera despiadada y atroz. Todos los presentes rodearon juntos al anciano, y el lugar comenzó a vestirse lentamente de una penumbra lúgubre que se podía sentir con los ojos del alma. Aquel espectro no se borraría ya nunca más de la habitación.
Nina pasó con su padre todos y cada uno de los momentos hasta el día de su muerte. Había dejado muy atrás sus otras preocupaciones para centrarse en un problema mucho más delicado.
Colocó un colchón en su habitación y comenzó a dormir allí por las noches. De repente empezó a hablar mucho con su padre. Ambos pasaban las tardes indagándose mutuamente sobre pormenores de sus vidas, que por la costumbre, el parentesco y la diferencia de edad, habían sido pasados por alto en el pasado.
En sus múltiples conversaciones, también hablaron sobre el futuro sin que los escrúpulos les impidieran dejar asuntos sin tratar. El viejo le aseguró a Nina que no había nada que temer, que dejaría la casa a cargo de León hasta que ella cumpliera la mayoría de edad. “Ya lo hablé muchas veces con él, es mi mejor amigo y tiene mi absoluta confianza”, le había dicho.
Don Emilio había comprendido que ya no tendría la oportunidad de ver a su princesa felizmente casada, puesto que en medio de su enfermedad todos habían acordado que no era conveniente seguir con los planes de la boda, y apurar los trámites antes de que el anciano muriera les pareció cruento.
Él estaba de acuerdo: “Prefiero tenerte a mi lado en mis últimos momentos, antes que en medio de una vorágine de apuro a casarte antes de que yo me vaya”. Sin embargo, Nina tuvo que mentir un poco para contentarlo, e inventarle encuentros con su amado y sentimientos que en realidad no tenía. Quería a toda costa demostrarle que estaba feliz y enamorada. Al respecto, después de dos semanas, Camilo no había vuelto a aparecer por aquel lugar.
Las palabras del anciano siempre sonaban dulces y alentadoras a los oídos de Nina. Le daban una imagen cálida y amable de su padre, que ahondaba en su tristeza en vez de aplacarla. No pueden explicarse bien las sensaciones que siente una persona que esta a punto de perder un ser querido. Ambos disfrutaron lo máximo posible sus últimos momentos juntos, y en medio de todas las confidencias que se decían, Nina decidió que era el momento de hacer a su padre la pregunta que había acarreado durante toda su vida. Así que un día se sentó junto a él en perfecta calma, y le dijo:
–Papá, las cosas que aprendí estos últimos días de vos me llenan de orgullo. Sos un hombre maravilloso. Que tengas que marcharte, justo ahora que empiezo a conocerte, me llena de tristeza…
Él no dijo nada y la abrazó. Ambos lloraron en silencio.
–Pero hay algo te quiero preguntar, y vengo juntando coraje para hacerlo –continuó ella.
Se apresuró a hablar antes de que su padre pudiera decir algo más, y dijo con voz firme:
–¿Qué pasó con mi mamá? Y más importante aún, ¿quién es mi verdadero papá?
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