El triángulo
–Deme
trabajo, por favor –vociferó, y sus palabras retumbaron en el silencio
expectante de todos los presentes.
Pensó
que aquella orden provocaría un mayor impacto en la concurrencia, pero se
equivocó. La acumulación de agallas que a Nina le permitían clamar por sus deseos
y traspasar los límites de su timidez, ante el oído común tan sólo se manifestaba
como una voz ahogada y nerviosa.
Don
Basilio la observó con desdén sin dejar de fregar el mostrador.
–Tengo
la gente que necesito –masculló de mala manera, casi sin mirarla.
Nina
no se rendía. Se aferró con nerviosismo, y casi trepándose a la tabla del
mostrador, gritó:
–Lo
necesito, señor, lo necesito con urgencia. Algo terrible va a pasar en mi casa,
algo que no le puedo explicar ahora. Deme el trabajo por favor… ¡por favor!
–sollozaba.
La
joven estaba triste y confundida, desesperada por algo de comprensión. Lo que
necesitaba no era un empleo, sino algún tipo de consuelo, un escape de la vida
real. La estaba pasando tan mal con sus propios pensamientos, que se empeñaba
en corregir todos los errores de su pasado y comenzar a actuar de manera
correcta. Sólo que ella no sabía cual era el camino que debía tomar. Simplemente
intentaba adivinar cómo salir de su malestar, y se esforzaba por ello. Quería
madurar de golpe, y así nivelar la desfavorable balanza de su destino.
Pretendía que la vida fuese tan linda para ella como creía que era para los
demás. Por eso, se le ocurría que lo único que el resto de los mortales hacía y
ella no, era trabajar.
Don
Basilio solía cumplir muy bien la función de un psicólogo con oídos para
escuchar y hombros para llorar, al igual que cualquier cantinero que presta una
parte de sí mismo a sus clientes. Sin embargo, los trastornos de Nina parecían
bastante complejos, incluso para su comprensión.
–Sos
la chica rica que estuvo acá la otra noche, la hija del ex militar García, que
vive a un par de cuadras –rió–. Dejame hacerte una pregunta, ¿por qué no te vas
a tu mansión a disfrutar de tus miles de pesos, y dejás de joder acá? Lo único
que me falta, que ahora sea una nueva moda de ustedes el juntarse con la
chusma…
–¿Por
qué me discrimina así, señor? ¿Acaso porque soy rica no puedo trabajar? ¿O es
que verdaderamente hay algo malo en mí? Por favor, necesito demostrar que soy
capaz de hacerlo –se quebró–. Además, ¿por qué me miente así? Allí mismo veo un
cartel que dice “Se necesita camarera”–
concluyó, señalando el letrero con su dedo índice.
–Bueno,
nena, ¡a llorar a casa! Además, ese cartel es viejo –refunfuñó el hombre.
Al
terminar de hablar, una muchacha de unos veinte años salió de entre las
cortinas que lindaban con el depósito ubicado detrás del mostrador. Era alta,
de contextura delgada, pálida y con el cabello negro. Tenía rasgos orientales y
se dedicaba a llevar las botellas, tazas y bandejas cargadas de un lado hacia
el otro, con una expresión de extrema seriedad.
–Renata
tomó el puesto hace unos días –prosiguió Don Basilio.
Pese
a que de momento no le guardaba ningún rencor, Nina la observó con envidia y
lágrimas en los ojos, mientras la muchacha se contoneaba al llevar su orden a
los clientes.
–Ahora,
si no vas a ordenar nada, te pido que te marches.
Pero
Nina no se fue. Tampoco le respondió; no lo miraba y ni siquiera se movía. Su
estado de petrificación se debía a que, desde el otro lado de la cortina, había
surgido alguien más. Después de tanto tiempo, ella no podía creer estar
volviendo a verlo. Sentía estar dentro de un sueño.
De
un metro ochenta de alto, melena larga y rubia, y una sonrisa que podía hacer
temblar a cualquiera, allí se encontraba Roger, el amor de su vida. Después de
mucho tiempo, la joven consideró que al fin volvía a conocer lo que era
sentirse feliz.
El
apuesto pirata llevaba, como siempre, su pañuelo rojo atado a la cabeza, y los
músculos se le notaban bajo los pliegues de su camisa rasgada. Pero también
llevaba una bandeja y un delantal. “¿Acaso también es mesero?”, pensó Nina.
Al
percibir su falta de reacción, Don Basilio se ofuscó.
–¿No
me escuchás? ¡Te pedí que te fueras! ¡Nena! ¿Sos sorda o tonta?
Pero
Nina había cerrado sus oídos. Estaba obnubilada contemplando al joven y,
lentamente, como si estuviera bajo un hechizo, fue acercándose a él.
Sus
ojos brillaban cuando se paró a su lado. Todos los impulsos dentro de ella le
gritaban “¡Hablale!”, pero por más que pensaba, no se le ocurría nada que
decir.
Roger
se limito a observarla con incomodidad, mientras ella lo contemplaba con una
mirada boba, sin decir una palabra.
–¿Se
te ofrece algo? –le dijo por fin.
Nina
agitó la cabeza hacia los lados con nerviosismo.
–Bien…
–comenzó a responder, temeroso– entonces, ¿podrías dejar de…?
–¿Qué
hacés? –lo interrumpió Nina abruptamente. Aún no conseguía bajar su exaltación.
–En
este momento limpio esta mesa, para que después puedan sentarse los clientes
que están esperando –contestó, sin mirarla.
–¿Por
qué? ¿Por qué sos camarero?
La
pregunta provocó una risa irónica en el joven pirata.
–Esa
pregunta es muy confianzuda –volvió a reír. Nina le había despertado cierta
ternura, y a la vez creía recordar su rostro de algún otro encuentro–. Estoy
trabajando acá porque quiero tener más plata. Además, acabo de volver de un
viaje largo y no tengo lugar donde quedarme. Por eso es que Don Basilio me está
prestando una de las camas del cuarto que… –dijo esto último señalando hacia
una puerta que se encontraba al fondo del recinto, en uno de los muros
laterales. Después, pareció arrepentido de haberlo mencionado, bajó el brazo y
dejó de hablar–. Bueno no importa, de todas formas ¿por qué tanta pregunta? ¿Me
conocés?
Nina
volvió a negar con la cabeza. Roger miró hacia abajo con una gran sonrisa, en
una expresión de perspicacia y grandeza.
–Soy
Roger –le extendió el brazo.
Ella
no supo cómo reaccionar. Para él, era solo una niña. Pero al observarlo, dentro
de ella explotaba un verdadero paraíso de ternura y pasión. Ella lo deseaba, y
lo deseaba ahora. Dentro de su pecho sentía el vacío afectivo propio de una
mujer madura, pero con la testarudez de una nena caprichosa que sólo quiere su
juguete.
No
iba a morir sin sentir esos robustos brazos rodeando su cintura, sin sentir ese
cálido aliento en su cuello, sin probar el néctar de esa boca roja… Por eso pensaba
diez veces cada movimiento, y razonaba mal por los nervios. Ante el saludo de
su amor platónico, ella sólo se limitó a observar la mano extendida con
extrañeza.
–Sí
–contestó, sin devolver el apretón, ni saludarlo, ni presentarse.
A
cada instante se arrepentía de su torpeza. Acto seguido, reaccionó tomando
ambas manos del joven entre las suyas. Primero la derecha, luego la izquierda,
con movimientos suaves y controlados. No dejaba de observar sus profundos ojos
negros.
La
situación se veía muy rara. Nina no sabía por qué estaba tomándolo de las manos
como si fuera una loca, pero tampoco podía parar de hacerlo. Se sentía
perdidamente enamorada, y seguía sus impulsos.
Al
instante, percibió movimientos extraños en la clientela del bar que desviaron
su atención y cortaron su momento de ternura. Se oyeron sonar abruptamente las
campanas de la puerta de entrada, y de repente todos los comensales se
encontraron mirando en dirección a aquel lugar. Incluso Roger.
Nina,
invadida por la curiosidad, también miró detrás de sí. Una figura de gran
tamaño se encontraba de pie, inmóvil, observándola directamente a los ojos.
Camilo
se veía agitado, se notaba que había llegado corriendo al lugar, tal como lo
hacía siempre en obediencia a sus numerosos arrebatos. Parecía desalineado,
transpirado, y muy triste.
Con
esa expresión, el desdichado caminó lentamente hacia donde se encontraban ambos
jóvenes con las manos entrelazadas. Cambió su atención de Nina a Roger, luego
nuevamente a Nina, y por último observó a Roger y dijo con voz entrecortada:
–Tenemos
que hablar.
–¿Sobre
qué? –balbuceó el pirata– ¿No podría ser después de que termine mi turno?
Cada
instante, el pirata entendía menos y menos la situación que estaba viviendo. De
repente, volvió a posar sus ojos en Nina, y luego en Camilo. Al volver a Nina,
y observar detenidamente sus facciones y su expresión perdida, recordó quién
era.
Ese
sentimiento de comprensión repentina lo invadió de un profundo terror, y su
cuerpo lo manifestó abriendo enormemente tanto su boca como sus ojos. En ese
momento, había quedado más petrificado que Nina. Su última reacción fue soltar
bruscamente las extremidades de la joven y vociferar “¡No!”.
–¿Así
que ahora están juntos? –soltó Camilo, tartamudeando y con expresión
amenazante. Ambos pudieron notar que llevaba un pequeño paquete entre sus
manos, el cual abandonó sobre una de las mesas para comenzar a hablar.
Roger
se sentía confuso, mezclado en un conflicto que no lograba entender del todo.
Intentaba explicar la situación con palabras, pero no sabía de qué defenderse.
Por más que se esforzaba, nada se le ocurría para decir, y su subconsciente lo
traicionaba. Balbuceaba palabras incoherentes. Ese era el único momento en el
que perdía toda su seguridad: cuando se trataba de la relación con sus amigos.
Mientras
tanto, Nina se sentía acorralada entre la barra y la mini–escena que
representaba las circunstancias más extrañas que le habían tocado vivir. Sin
embargo, comprendía todo perfectamente; esa situación novelesca estaba abriéndole
una puerta. Por ese motivo se sentía súbitamente feliz, aún más que antes, y aún
acarreando consigo la culpa de haber provocado un conflicto en una relación
fraternal y pacífica, donde ninguna de las partes merecía salir lastimada.
Pudo
tener el placer de apreciar cómo, a escasos centímetros de donde se encontraba,
Camilo observaba a Roger con una expresión que nunca antes le había visto
formular. No era enojo ni reproche, no era pena ni desafío, no era inseguridad.
Eran palabras figuradas; su ex prometido estaba elaborando todo un discurso con
una simple mirada.
A
su derecha, Roger le respondía con exactamente la misma expresión facial. La
rigidez de sus cejas fruncidas, la dureza de su mirada, la mueca estática de su
boca… todo parecía indicar que el pirata le estaba respondiendo de la misma
manera. Aquella conversación mental que
se produjo entre ambos durante varios segundos, sólo pudo ser posible gracias a
una gran afinidad y telepatía logradas tras muchísimos años de inquebrantable
amistad. Y sin embargo, Nina la entendió por completo.
“Te
estoy entregando todo lo que tengo. Dejo todo lo que quiero en la vida para que
vos lo puedas disfrutar, y lo hago porque somos como hermanos”, sería la
traducción a palabras que realizó Nina en base a mirada de Camilo. Roger contestó “No me importa”.
“¿No
le importo yo? ¿O no le importa que su amigo esté sufriendo?”, pensó la joven.
–¡Que
sean felices! –concluyó Camilo. Y velozmente como llegó, también se marchó. No
volvería a pisar el bar nunca más.
Pocas
agallas, poco sentido del altruismo y la cordialidad, egoísmo, corazón de
metal. La conciencia de Nina continuaba poniéndole apodos, pero ella no se
inmutaba. No sintió tristeza ni culpa. La felicidad que sentía estando junto a
Roger, aunque fuera sólo por una proximidad física, la inundaba hasta ahogarla.
De más está decir que nunca se había sentido así. Una voz ronca la distrajo de
sus pensamientos.
–Bueno,
¡esto hay que festejarlo! –vociferó Don Basilio desde atrás de la barra–. ¿Cuándo
es la boda, muchachos? Ja, ja, ja…
Roger
observo a Nina con incertidumbre y perplejidad. Sin que él hubiese hecho nada,
lo habían empujado hacia un abismo confuso y horrible. Nina le devolvía la
mirada, pero sólo veía corazones que se elevaban como globos, y explotaban al
llegar al techo.
Roger
se dio media vuelta. Sus amigos de la mesa contigua comenzaron a hacer palmas:
–¡Que
se besen, que se besen! –canturreaban.
Nina
escuchaba violines.
Sin
embargo, Roger ignoró la situación por completo.
–¿Alguna
otra orden para llevar? –le preguntó a Don Basilio.
–Mesa
cuatro, dos cervezas –respondió él.
–Y
de paso, ayudame con un trabajito que tengo que hacer en la cocina–continuó
Renata, y le guiñó un ojo seductor. Roger se marchó raudamente y desapareció
detrás de las cortinas.
Fue
entonces cuando el olor a perfume se tornó agrio, y los pajaritos comenzaron a
desafinar. Nina volvió abruptamente a la realidad, y sólo entonces se dio
cuenta de que nadie hablaba en serio, y que todos estaban burlándose de ella
abiertamente, y sin disimular.
Se
sintió avergonzada nuevamente. De las dos veces que había pisado aquel lugar,
en ambas había salido con las emociones hechas añicos. O la taberna le daba
mala suerte, o ella realmente era una idiota.
Huyó
despavorida de allí, eso tampoco lo pudo cambiar. Pero esta vez, regresó a su
casa y golpeó la puerta con violencia.
Magdalena
le abrió. Estaba completamente vestida de negro, contrastando el luto con un
pañuelo blanco que utilizaba para secarse las lágrimas. El pedazo de tela
estaba manchado con el maquillaje negro de su borroso delineado, y con el rojo
fuerte de sus labios gastados.
Nina
entendió todo al instante. La abrazó, y ambas lloraron en silencio.
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